ENCUENTRO CON ALBERTO MARTÍN

EN EL INSTITUTO ANDRÉS LAGUNA

DE SEGOVIA

 

El día 14 de enero se reunió la tertulia que, una vez al mes, disecciona una obra literaria que previamente sus participantes han leído. Esta vez se trataba de la tercera novela de Alberto Martín: su título, El silencio de Raquel; subgénero, policial; una característica interesante es que está ambientada en Segovia y el lector que se sumerja en sus páginas paseará por la calle Conde Sepúlveda, el colegio Colmenares, el instituto Andrés Laguna, entrará por la plaza mayor, se internará en la plaza de toros y olerá los bollos recién hechos de la panadería Molinga.

A la cita acudieron unas doce personas, lo que supone una afluencia de público superior a la habitual; es una tertulia muy participativa, y, por lo tanto, requiere que se reúna un número pequeño de personas; esta vez el público asistente, motivado por la presencia del autor, ha desbordado más allá de lo esperado; pero, afortunadamente, sin superar esa línea roja por encima de la cual ya no son fructíferos los intercambios.

Todos los participantes le hicieron preguntas, halagados de compartir este momento con él. Alberto Martín ya compartió el año pasado mesa con nosotros, y en aquella ocasión fue para departir sobre su segunda novela (Cuando sopla el viento de levante). Segoviano, profesor de publicidad en la universidad de Valladolid, muy interesado por los temas relacionados con el uso de las nuevas tecnologías, lector empedernido y escritor de novela policial. Las intervenciones del público fueron desgranando uno por uno algunos de los interrogantes que suscitaba la lectura de esta novela.

En primer lugar se le pidió que se situase dentro del panorama de la novela policial, o de la novela negra. Entre los primeros detectives encontramos a Sherlock Holmes de la mano de Mister Watson; haciendo un recorrido por todos ellos desembocamos, con Manuel Vázquez Montalbán, en el detective Carvallo ayudado por Biscuter: todos tienen en común el ser personajes marginales, acaso más bien marginados, escépticos con la ley pero atraídos por la justicia, amantes de desentrañar misterios y de jugar con todas las pistas como buenos semiólogos, desengañados de la sociedad y amargados en su vida; hay cierto orgullo intelectual y mucho deseo de jugar con la lógica en ellos.

Peralta, por el contrario (Peralta es el investigador que desentraña los hilos de la trama en El silencio de Raquel), es un inspector de policía; su ayudante, Marina Goyanes, es oficial, y desfilan junto a ellos jueces, agentes y forenses; los héroes de Alberto están perfectamente integrados en la sociedad, si bien queda un resto de marginalidad que se reivindica a través de la crítica a sus superiores, a quienes ellos ven como ambiciosos, ególatras y apartados de la ética (tal es el caso del comisario Calderón). Parecen hermanos gemelos de Belvilacqua y Chamorro, los detectives que protagonizan las novelas de Lorenzo Silva. ¿Se considera Alberto Martín un hijo, o por lo menos un heredero, de Lorenzo Silva?

La respuesta es no. Alberto ha leído a Lorenzo Silva, pero no tiene conciencia de haberse inspirado en sus personajes para construir los suyos. A través de sus novelas se muestra el lado amable de la policía, denostada por esos antihéroes que son los detectives de antaño, pero sin ser novelas donde haya una línea clara entre los buenos y los malos; los malos pueden ser personas que sufren, que arrastran tras de sí un pasado terrible (recordemos cuando Fernando Savater explica la crueldad de Frankestein argumentando que es malo porque no es feliz); y entre los buenos florecen, como parásitos, expertos en picaresca dispuestos a aprovecharse sin escrúpulos de los méritos de los otros .

¿Cómo ha obtenido Alberto Martín ese conocimiento tan exhaustivo de los métodos de investigación que utiliza la policía? Ha sido bien sencillo: recurriendo a la misma policía. Ha tenido largas conversaciones con inspectores que le han contado los protocolos, los procedimientos, las formas verbales y paraverbales de hacer los interrogatorios, el trabajo con el juez para autorizar los registros, para visionar las cámaras de seguridad que hay en las calles, para cruzar información de las distintas fuentes; ha hablado con los técnicos adecuados para saber cómo hacen las compañías telefónicas para ubicar en todo momento a sus usuarios, se ha informado ampliamente de las jerarquías; y largas conversaciones telefónicas con un médico forense le han puesto al corriente de cómo tenían que ser los informes forenses para utilizarlos en su novela. En alguna ocasión se ha sentido incómodo al temer que sus interlocutores pensaran mal de él, pero su sinceridad se ha impuesto por encima de todo y, terminada la novela, ellos han sido los primeros en leerla; el resultado, aparentemente, les ha agradado y se han sentido halagados por ella.

Pilar, acto seguido, se ha interesado por los retratos psicológicos. En su respuesta Alberto le ha confesado que no se ha documentado con la misma diligencia sobre la psicología de sus personajes que sobre los métodos de investigación; pero, desde luego, el retrato psicológico de algunos de ellos ha seguido las pautas de la lógica y la experiencia, y en ello se ha inspirado en vivencias personales y observaciones puntuales a lo largo de su vida. También en el cine de ciencia ficción. La saga de Star Wars nos proporciona una excelente historia que explica cómo se puede ser buena persona y deslizarse subrepticiamente, sin apenas darse uno cuenta, hacia el lado oscuro de las cosas. Eso es lo que les pasa a sus personajes; que sobrevuelan constantemente la frontera entre el bien y el mal sin que puedan decir a ciencia cierta que han basculado a un lado o a otro de ella (aunque todo el mundo sabe que sus detectives son buenos). La pregunta de Pilar iba también dirigida al manejo de las emociones, para las cuales la lectura de su novela ofrece también algún banco de pruebas. Y le ha agradecido igualmente, después de seguirlo por internet, su posicionamiento claro y decidido a favor de los jóvenes extraviados y de la mujer maltratada.

Porque el problema que subyace como telón de fondo son las redes sociales. No se trata de prescindir de ellas sino de usarlas bien. ¿Por qué algunos de tus personajes se meten inesperadamente en tantos problemas? Por no saber usar sus móviles. Por no asegurar su privacidad en los intercambios. Y por no ser lo suficientemente autocríticos cuando hay alguien que usurpa identidades para conseguir algo. Algunos interlocutores (Margarita, Arancha, Demetrio, Roberto) lanzan en todas direcciones incontables baterías de preguntas. ¿Hasta dónde llega la permisividad con los hijos y los alumnos? ¿Podría utilizarse esta novela como libro de lectura en clase? ¿Es apta para lectores tan jóvenes como los que hay en la ESO? Algunas escenas son duras, y las historias, tan crudas, que quizá pudieran herir la sensibilidad de algunas personas. La respuesta de Alberto es, decididamente, negativa. Él no piensa que su novela contenga episodios de difícil asimilación para los adolescentes; reconoce, desde luego, que en su trabajo con jóvenes de veinte o veintidós años, en la universidad, las reacciones son menos tremebundas y esquemáticas; pero cualquier adolescente, a pesar del chorro de hormonas en que se halla inmerso, tiene capacidad para sentir y comprender todas las problemáticas que eclosionan en su relato.

La conversación oscila entre lo pedagógico y lo literario. Todo el mundo pide la palabra y el tiempo se agota. Cuando nos separamos, porque en algún momento nos tenemos que separar, viene la hora de firmar los libros y hacer fotos. Alberto está dispuesto a volver a nuestra tertulia siempre que le llamamos. Simplemente. Sin pedir nada a cambio. Tiene la seriedad de los viejos y la espontaneidad de los jóvenes, puede hablar al mismo tiempo con rigor en las palabras y relajado en el gesto. Y siempre sazonándolo todo con una sonrisa. Una última pregunta sobre las voces narrativas. Y sobre el estilo. Alberto, ¿utilizas figuras retóricas cuando escribes?

La respuesta es tajante: no me lo propongo. Pero eso no quiere decir que no las utilice. Sé que quiero expresar ideas intensas con palabras ligeras, y las reflexiones que salpican mi narración, en lugar de ser altos en el camino, son parte de la acción: apreciaciones que se hacen a salto de mata, y yo le digo también: pero que quedan. Siembra espontáneamente, en medio de un lenguaje popular, figuras de estilo. A veces son metáforas vulgares. Otras son metáforas poéticas. Cuando le enseño unas cuantas páginas llenas de retórica entresacada de su libro se queda sorprendido: sí sabía que le habían salido algunas, pero no pensaba que tantas. Y así debe ser la literatura: las cosas salen casi sin buscarlas, de manera natural, sin artificios; en un tono sostenido sin ser pedante. Poniéndole un toque de distinción al lenguaje de todos los días.

Mercedes comenta algún efecto que le ha llamado la atención, alguna pista falsa. ¿Cómo puede la acción dilatarse tanto cuando ya parece que todo acaba? Ahí es donde Alberto nos cuenta su secreto. En la primera versión de su novela acudió a la opinión de sus amigos, convirtiéndolos en lectores; y descubrió algunas disfunciones que, sin ser inconsistencias, le quitaban densidad a la obra y mermaban su credibilidad; entonces se obligó a rehacerla por completo (lo que le supuso añadir casi cien páginas más al texto inicial). Un trabajo enorme.

Eso es lo que le decimos. Se lo agradecemos. Esperamos con interés su próxima novela. Nos despedimos con un apretón de manos, nos vamos a tomar una cerveza y se me ocurre dejar aquí, a modo de despedida, algunas de las reflexiones que va dejando, aquí o allá, como hilos sueltos en su novela:

“Goyanes lloró por las dos mujeres, imaginándolas (…) con rostros inventados, los que su mente quiso ponerlas” (p. 157). Así imaginaba también don Quijote a Dulcinea: “píntola como la deseo”.

“El origen [del vídeo] no importaba si el contenido daba para hablar y señalar a alguien” (p. 209).

Sus páginas hablan de un pasado terrible; de un personaje egocéntrico; de la habitación de los horrores; de un loco que se cree cuerdo; de altibajos psicológicos; de cómo la calma puede convertirse en ira, casi sin mediar transición alguna, de la realidad y la apariencia: “toda la ciudad la señalaría con el dedo acusatorio de quienes juzgan a los demás sin mirarse ellos mismos en el espejo” (p. 100).

“Varios cuadros y retratos se repartían por la casa, libres de polvo y cubiertos de nostalgia” (p. 223).

“Era volver a las tinieblas del pasado y reabrir el capítulo de un libro de terror al que al parecer quedaba una segunda parte por escribir” (p. 189).

“Adriana también era una víctima del silencio” (p. 190).

“La realidad llamaba a la puerta” (p. 231); “la rabia de Peralta se podía rozar con la yema de los dedos” (p. 225).

“Lucas Álvarez tiene el perfil abierto y cualquiera puede ver las imágenes. Éste es de los que narra su vida en directo” (p. 183).

En algún momento evoca el inspector “la labor más importante de su trabajo”: “explicar a una familia que nunca más volvería a ver a su ser más querido” (p. 184). Y el villano, para ahondar más en la herida, insiste: “usted se encarga no de evitar muertes, sino de detener a los culpables una vez que el delito ya ha ocurrido” (p. 193). Como si fuera un destino ineluctable no poder evitar los dramas antes de que ocurran.

Goyanes “volvió a la habitación y se quedó mirando fijamente la cuerda que aún colgaba del techo” (p. 226). Goyanes, suspendida en su ensimismamiento en los objetos, como si el pobre personaje fuera absorbido por la historia; la de los otros; la suya propia.

Luego están quienes se aprovechan del trabajo de los otros. Quienes juegan al tute con la justicia. Quienes banalizan la bondad desde el poder, como el comisario jefe: “Calderón siempre tenía la última palabra, la que menos valía” (p. 81); o quienes, como el abogado, pretenden hacer pasar por justicia lo que no es más que picaresca: “abogado, no me toque los cojones” (p. 286).

 

AUTOR: Mariano Martín Isabel, profesor del departamento de filosofía.

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