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ENCUENTRO CON MARIANO FUENTE BLANCO

 

ENCUENTRO CON MARIANO FUENTE BLANCO

1. 

 

Mariano Fuente Blanco es profesor de literatura. Y de lengua. Su amor por la literatura le ha hecho tejer una bella historia; su amor por la lengua, ambientarla perfectamente en el siglo XV, pues sus personajes hablan y piensan con las palabras y los giros de la época. El resultado es Últimos días de Adonay en la ciudad menguante: Adonay es el dios de los judíos, pero representa aquí al pueblo judío que vive en Sefarad; la ciudad menguante (que es Segovia) es aquella que “abandona a su suerte a un tercio de sus hijos” y por eso no merece “las hermosas palabras de madre o de patria” (p. 198); y los últimos días se refieren a la ruptura de la convivencia en un mundo donde, para apuntalar su poder, la reina católica decide expulsar a los judíos sirviéndose del hacer implacable de la Inquisición. Mariano Fuente se ha jubilado hace menos de dos años y el resultado de ese tiempo ganado al tiempo es esta magnífica obra que acaba de publicar; es de esperar que cada año que pase nos regale puntualmente alguna de sus novelas. Nuestra tertulia literaria ha querido conversar con él y él se ha prestado amablemente al juego de las preguntas y las respuestas; era el día 28 de octubre del año 2019.

Todo empezó con una breve exposición del libro por parte del autor; de su trabajo de creación, sus motivaciones y sus anhelos; así fue como nos enteramos de que Abraham de Cárdaba, el protagonista, toma su nombre de un pueblecito que hay muy cerca de la tierra de donde el autor es oriundo: Valtiendas. Luego siguió un turno de preguntas y respuestas que se prolongó a lo largo de hora y media, pero podría muy bien haberse prolongado más. La buena impresión que dejó la lectura se ratificó en los intercambios que acabaron arrojando luz no sólo sobre la obra, sino también sobre el escritor mismo. Y sobre el trabajo meticuloso que ha hecho sobre la lengua, como hemos visto antes. Aconsejado por Bonifacio Bartolomé Herrero, encargado del archivo de la catedral de Segovia, ha buscado en el Fontes iudaeorum regni castellae, especialmente en su tercer tomo, para empaparse literalmente, como si de una inmersión lingüística se tratara, del hablar de la época; ha descartado las voces que estuvieran documentadas con posterioridad al siglo XV (por ejemplo, se ha visto obligado a usar “sino” en lugar de “destino”); el diccionario de Corominas, sí, pero también La Celestina, el Lazarillo y el Quijote, le han servido para sumergirse en el universo de voces, giros, exclamaciones y pensamientos que retratan cabalmente la España del siglo XV.

Y no sólo ha habido un excelente trabajo sobre el idioma. También ha recurrido el autor a fuentes históricas para restituir urbanísticamente la Segovia de los Reyes Católicos. Demetrio Martín, uno de nuestros contertulios, coincidió con él en la búsqueda apasionada de los lugares y los nombres; lugares ya desaparecidos, nombres que hoy tienen otro nombre; mostró unos bocetos que él mismo había hecho a vuelapluma sobre lo que sería un plano contextualizado de la ciudad de la época, y se enzarzó con el autor en un rosario de reconocimientos en donde todo fueron coincidencias entre los dos; los nombres, como si fueran estratos lingüísticos, aparecían debajo de otros nombres descubriendo lo que estaba oculto para llegar a hacer elocuente el silencio.

Precisamente el capítulo 1 de la novela habla de los nombres. Unas veces los nombres son indiferentes y no tienen ninguna influencia sobre las personas; otras (Vladi, Boris, Angustias, Kevin, Jonathan o Rebeca) son proyecciones de los padres sobre los hijos y hacen de los hijos espejos de las obsesiones de sus padres; y otras son escudos de protección frente a agresiones exteriores como cuando Abraham Seneor acaba llamándose Fernán Pérez Coronel: simplemente para que las sospechas y delaciones no den con él en los calabozos de la Inquisición, por judaizante.

La charla discurre por muchos derroteros y se hace cada vez más amena e interesante. Pero para relatar lo que allí sucedió quizá convenga hacer un alto en el camino; una pausa para hablar de la obra, como un túnel en mitad del camino, antes de salir al otro lado y seguir hablando del curso de nuestra conversación.

 

2. 

            La novela es a la vez sencilla y densa; tan sencilla que todo el mundo la puede entender (pues que se expresa en el lenguaje de la gente llana); y tan densa que uno tiene la impresión de que en ella caben todos los temas, de que todo es importante: la vida, la escritura, la historia, la tolerancia, los mitos y las leyendas (sobre todo de origen bíblico), la ética y la crítica a la religión… La historia sencilla de un hombre sencillo, exenta de peripecias, contiene la más recóndita complejidad de la vida como toda la física cuántica cabe en la insignificancia de un átomo; ya advertía Bécquer que, cuando se está enamorado, un libro cabe en un verso. El clamor del destierro nos trae, más que ecos bíblicos, el impresionante coro del Nabucco de Verdi: “cuando me disponía a volver a la ciudad empezaron a rezar. Un estremecedor clamor se elevó de la boca de los gimientes (…) Era el último destello de nuestra presencia en Segovia. Nos estábamos apagando” (p. 164); después (p. 167) “la ciudad se quedó suspendida en el silencio (…) Como si hubiera pasado un ángel sordo vertiendo cera en los oídos de los vivos y de los muertos”.

Algunas leyendas (el ángel exterminador, la cena del rey Baltasar, el gólem) proceden del judaísmo que se contiene en el Antiguo Testamento; otras (como asistir al entierro de sí mismo) no pueden dejar de recordar al Espronceda de El estudiante de Salamanca; la cerca de la judería (“esta cerca de ocho arcos (…) que nos convertirá en sombras”, p. 80) tiene reminiscencias, involuntarias o no, del Hades del mundo griego; en fin la leyenda del Corpus da pie a un conato de crítica religiosa cuando el autor pone en boca de su personaje la más atinada de las consideraciones: “el escándalo –milagro lo llaman los cristianos-“ (pp. 190-191), dice. Todo el libro se resume en dos palabras que se necesitan como el anverso y el reverso de una medalla: una infinita compasión por el sufrimiento que causan en la gente humilde quienes mandan, y una llamada a la razón como abanderada del corazón para curar, y si es posible prevenir, los infortunios que recaen sobre los inocentes; en más de un lugar el autor identifica la razón con la justicia, y aclara, por si fuera preciso, para quien no lo entienda (p. 212): “la justicia está más allá de las leyes”.

Con todo el pensamiento que se desgrana hoja por hoja se podría reconstruir una filosofía; y hasta muchas filosofías contradictorias. Está (Marx) la alienación de “defender aquello en lo que no se cree” (p. 132); la distorsión de las personalidades múltiples, patología bien conocida de los psicólogos, que desgarran al paciente entre vivencias inauténticas (“¿cómo se puede ser cristiano de día (…) y judío de noche (…)? Nadie puede vivir a la vez dos vidas sin enloquecer”: p. 132). Está la huella indeleble de Don Quijote (p. 205: “yo soy mi propia ley”, que nos remite a Kant: pues “propia” en griego es “autos” y “ley” se dice “nomos”: autonomía, la clave de bóveda de todo el edificio kantiano que Cervantes resume nietzscheanamente: “sus fueros, sus bríos”). Está Sócrates (“no contradigo a nadie hasta que no oigo sus razones”, p. 220), está Aristóteles (p. 222: “yo soy la tierra en que vivo”), está Nietzsche reivindicando el dolor como estimulante de la voluntad frente a un hedonismo indolente (“faltó la costumbre de luchar, porque mi vida era demasiado complaciente”: p. 219). Y todo es una llamada a la tolerancia: “Cristo dice verdades que yo creía antes de creer en él”, p. 203; “lo importante es la ley, no sus ministros” (p. 203); o “Dios y Adonay no son tan distintos” (p. 204); lo que nos recuerda a Andrés Laguna clamando contra las guerras de religión, donde la gente se bate por la misma cruz pintada en las banderas de distinto color. Y todo es un alegato contra las tribus en aras del cosmopolitismo: porque lo mismo que “lo monstruoso y lo aborrecible medran en cualquier ley, cualquier tierra y en cualquier clima” (p. 206), igual podemos decir que “entre los judíos, como entre los cristianos, también hay inocentes” (p. 216). Al final todo se resuelve en el imperativo categórico, y volvemos a Kant: “Don Justo”, dice el protagonista, “me trató tan bien como yo le hubiera tratado a él” (p. 148); esto es lo mismo que predica el judaísmo: “no hace falta estudiar para saber que tienes que tratar a los demás como quieres que te traten a ti (…). Ésta es la única ley: lo demás es comentario” (pp. 220-221), dice el rabí Hillel; lo mismo defiende el cristianismo, p. 223: “la ley del sabio Hillel es la del amor al prójimo que predicó el Cristo”; que, en versión laica, es idéntica al imperativo kantiano y a la voz de la conciencia que reivindicaba Sócrates: “la de las certezas que brotan de mi corazón”.

Cuando no se respeta ese sencillo principio todos los edificios, laicos y religiosos, se desmoronan: entonces la sociedad se disuelve como la madera bajo la carcoma, se rompe la convivencia y el individuo se queda aislado, perseguido y condenado al silencio; así le pasa al protagonista de 1974, vigilado hasta cuando escribe y cuando piensa; por eso escribir, como leer, es un acto de rebeldía. “Todo el Reino es un edificio tan carcomido como yo mismo (…) Una presencia sin alma si sus mejores hombres y (…) mujeres están paralizados por el miedo, (…) la tristeza, (…) el abuso” (p. 197). La sociedad se atomiza cuando el pueblo se transforma en populacho, que el autor caracteriza como presencia de “los resentidos, los envidiosos, los más humillados y embrutecidos” (pp. 118-119), y su efecto es doble: por un lado es vida sin alma (p. 151) y por otro ·”Maldad” que sale “victoriosa contra la Razón y la Justicia” (p. 52), de donde se deduce que la Bondad (así, con mayúscula) es la Razón. Hay un sesgo platónico en la afirmación de una Justicia ideal por encima de todas las justicias que encontramos en la realidad; esta diferencia entre lo puro y lo impuro se caracteriza, respectivamente, igual que lo encontramos en Platón, con la mayúscula y la minúscula.

Eso le pasa a la sociedad. A las personas les pasa que, como el Nosferratu de Bram Stoker (qué coincidencia que Bram, diminutivo de Abraham, sea también el nombre del protagonista de nuestra novela), sean a la vez seres que han muerto como personas pero siguen viviendo como individuos; como dice Mariano Fuente, “morir nuestra amada” (p. 146) es lo mismo que “ser uno más”; sus propios hijos, sobre todo Samuel, empiezan a ser corroídos por la carcoma de la intolerancia (en este caso no de la Inquisición, sino de la sinagoga) cuando borran a su padre de sus vidas por haberse convertido; porque no saben que “el amor está por encima de las creencias” (p. 136); y no pueden comprender que, si Segovia es para ellos Jerusalén (como lo siente su padre), quedarse es seguir siendo judío (p. 126); y no han descubierto todavía que, si la ley de Dios es la misma que la de Adonay, convertirse no es traicionarse, sino reencontrarse auténticamente consigo mismo por encima de los ritos, de los templos y las apariencias. Quienes no lo entienden así condenan a quienes se convierten a convertirse en no-muertos, hoy diríamos, más que muertos en vida, “muertos vivientes”, o, como dicen los judíos, “gólems”. “Y fue así como pasé a ser otra persona sin dejar de ser la que había sido siempre” (p. 1452): un ser alienado, como diría Marx; un ser inauténtico, como diría Heidegger. “Fue un tiempo muy largo y oscuro. Todos los días eran idénticos al anterior y al posterior, sin sol ni luna. Algunos de ellos los pasaba deseando la muerte para salir de aquella modorra vana en que se había convertido mi vida” (p. 169).

Todas estas consideraciones convierten Últimos días de Adonay en la ciudad menguante en algo muy parecido a un evangelio: cuenta una historia sencilla, sin peripecias rocambolescas, y al mismo tiempo transmite una doctrina (sobre todo en su segunda mitad). Y lo hace utilizando analogías, como las parábolas. La escuela de la intolerancia está en manos del “rabí de mozos (…) seco como la mojama que no dudaba en golpearnos” (p. 26); y que era, expresándolo con anáforas, “un maestro demasiado riguroso en un lugar demasiado oscuro, para un niño demasiado pequeño” (p. 26). La carcoma se expresa con asíndeton: “multiplicando las discordias, vecinos contra vecinos, familias contra familias, padres contra hijos, marido contra mujer” (p. 81); porque aparece como un fulgor vertiginoso que nos condena a la lentitud desesperante que expresa el polisíndeton: “apenas comía ni dormía pero no me importaba porque no sentía el cansancio ni la sed ni el hambre ni el sueño ni ningún placer ni ningún dolor aparte de su ausencia insoportable” (p. 170); entre la causa y sus efectos se incrusta una gradación destructora (“con los tormentos”, p. 108, “cada uno habrá declarado contra sí mismo, luego unos contra otros y al final todos contra todos”). La mayor parte de los recursos son analogías, imágenes, ya en forma de símiles, ya de metáforas: “mi vida se derrumbó de repente como una casa carcomida” (p. 147); “la comitiva” (estamos hablando del destierro) “comenzó a moverse lentamente como una yunta de bueyes que cabecean bajo el yugo” (p. 166); “soy uno que se mantiene en pie cuando la mayoría besa los pies de La Bestia” (p. 171); “miro mi cara en los espejos arrumbados: como raíces venenosas las arrugas se van extendiendo por mi rostro” (p. 185); a veces una prosopopeya (p. 199: “la ruina avanza sobre la ciudad como una maldición o una peste”), una hipérbole (“Doña Isabel”, se refiere, p. 112, a la reina Católica, “presumía de que ni las hojas de los árboles se movían sin su consentimiento”). Una sinestesia (“en la casa había un silencio espeso que me aterraba”, p. 139). Como Ossian, como Pascual Duarte, como el Quijote, el libro está construido sobre el recurso del manuscrito encontrado; y el autor nos engaña doblemente, pues en los agradecimientos menciona a Bonifacio Bartolomé Herrero, encargado del archivo de la catedral de Segovia, lo que nos hace creer que el manuscrito encontrado existe; y lo que en realidad está agradeciendo son los documentos recomendados para aprender a dominar al lenguaje del Renacimiento; podríamos concluir diciendo que la historia no es verdadera pero sí auténtica; el texto no fue escrito en el siglo XV, pero es un texto del siglo XV hasta el tuétano de los huesos.

Podríamos decir muchas cosas todavía, pero hay que concluir. No quiero dejar de destacar una curiosa coincidencia: cómo el expolio se constituye, sin querer, en imagen negativa de la razón poética; “yo mismo compré sin buscarlas”, dice uno de los personajes (p. 158) “cosas que los desesperados me ofrecieron por la calle al precio que me pidieron”; la razón que se construye en María Zambrano también consiste en encontrar sin buscar; es un don que se posee con independencia del mérito; “escribir como yo lo hacía”, dice el protagonista, “no era un mérito mío del que sentirme ufano sino un don que debía regalar a los demás” (p. 188); esta feliz coincidencia en la ciudad de Segovia, escuela, si no cuna, de Zambrano, entronca sin duda con el sentir del propio autor que se descubre tocado por la  musa; y consciente de que es un don, que le ha sido dado por la naturaleza, deja claro que la misión del escritor no es presumir de él y regodearse en la pedantería, sino regalárselo a quienes han nacido sin ese don. Eso nos remite al último de los temas que evocaremos aquí: la necesidad de hablar por los que no tienen voz.

Todo el relato se entiende desde la prohibición de escribir que establece la Inquisición. La escritura (ya en la página 19) nos restituye la integridad, y toda la novela es el relato sereno que el protagonista hace de su propia vida; lo hace desde una triple profesión, el empirismo, el racionalismo y el emotivismo, en los que se aúnan las figuras de Hume, Descartes y San Agustín: “creo únicamente lo que ven mis ojos, lo que se ordena en mi cabeza y lo que siente mi corazón. Y no siempre” (p. 187); porque la verdad es correspondencia (Aristóteles), coherencia (Euclides) y amor (Don Quijote y San Agustín). ¿Y cómo se transmiten las verdades? Recurriendo a los tres grados en los que se presenta el conocimiento: lo que sé, lo que deducimos y la interpretación del interlocutor (Ortega y Gasset); “lo más indicado es que cuente por menudo lo que sé, que exponga lo que Sara y yo dedujimos y que deje a la interpretación del lector lo que no sabemos” (p. 95); el empirismo y el racionalismo se deben completar con el perspectivismo.

Todo desemboca en una metodología muy parecida a lo que fueron las confesiones de San Agustín. “¿Por qué escribo a la luz de un candil?” (p. 216), se pregunta el protagonista, y se contesta así mismo (p. 218): “éste es el tiempo para repasar los buenos y malos pasos de mi vida (…) ahora ese el momento en que hablo con estas páginas”. Lo mueve un triple propósito: contar las cosas, llegar a las causas y luchar por la causa; describir, explicar y prescribir; “cuando comencé a escribir sólo quería referir ciertos momentos de mi vida (…) pero los renglones y los días me han llevado de una cosa a otra hasta descubrir la causa por la que (…) agarraba la pluma y el tintero con la pasión con que un caminante sediento se inclina sobre una fuente”; luego “supe que mis palabras me habían llevado (…) más allá de mi propia historia”, hasta el libro de los Proverbios: “abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del pobre y del menesteroso” (p. 222); por eso descubrió que “era necesario ejercer sin pérdida de tiempo el único talento con que nací” (p. 223). En una época (pp. 178-180) en que arden los libros, esos tesoros escritos, y por culpa de los incendiarios se extiende, con el resplandor de los libros, el olor del pergamino. En una época marcada por el crimen de leer, hasta La Biblia ardía si no era la Vulgata. La vida es ignorancia si crece en medio del crimen de leer. Y… sí: cuando el soporte desaparece es cuando el mensaje brilla más, porque los libros resplandecen, mal que pese a quien los quema, allí donde los pergaminos se hacen polvo y desaparecen en la nada.

 

3. 

 

El personaje es un pendolista. Un artesano encargado de escribir con letras artísticas. Pero cuando la prohibición de leer se abate sobre las personas surge, inesperadamente, una nueva dimensión de la escritura: la transmisión de ideas y sentimientos; la denuncia; el interés por el mensaje que transportan los signos; el interés por el significado se transfiere a sus significantes; ahí es donde el fuego quema las letras, pero alumbra las palabras con su resplandor. Ésta y otras cosas se dijeron en la tertulia. Se habló del Cantar de los cantares y del Eclesiastés, poesía pura, poesía mística; y de la cara menos amable de la Biblia (los Números, el Levítico); y de que todo San Juan de la Cruz está en el Cantar de los cantares; y en el libro de los Proverbios está contenido, acaso a pesar de Cervantes, el Quijote. Los tertulianos hicieron preguntas que el autor contestó sobre voces arcaicas que unos y otros habían oído en sus pueblos; como, por ejemplo, que en el siglo XV no se decía “traductor” sino “truchimán”. Y no se habló, pero el asunto quedó en el aire, del espacio que le queda a la libertad cuando nos absorben los determinismos de la época; sobre todo en tiempos de infamia como los que aquí se retratan; Mariano Fuente habló de “sentirse libre dentro de lo que te toca” sin pensar que esa expresión fue reformulada por Sartre (“libertad es lo que yo hago con lo que han hecho de mí”). En fin, cada uno tuvimos la sensación de que todas las filosofías, hasta las más complicadas, están de modo intuitivo en las expresiones más sencillas (y quizá, por eso, más contundentes) de la gente anónima, llana y pobre. Cuando nos despedimos tuvimos la sensación de haber estado un peldaño por encima de las cosas intrascendentes y vanas; y yo pienso, por mi parte, que en Adonay… tenemos, si Dios no lo remedia, un hito que habrá que tener en cuenta en las letras hispanas del siglo XXI; si me equivoco me corto la oreja.

 

AUTOR: Mariano Martín Isabel, profesor del departamento de filosofía.

 

 

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ÚLTIMOS DÍAS DE ADONAY EN LA CIUDAD MENGUANTE

 

 

ÚLTIMOS DÍAS DE ADONAY EN LA CIUDAD MENGUANTE

Para el placer de leer

 

  1. Resumen.

 

Abraham de Cárdaba pasa a convertirse en Fernán Pérez: y todo porque la reina Isabel decide expulsar del Reino a los judíos. El poder real decide asentarse sobre la quiebra de la convivencia y el brazo ejecutor es el terrible tribunal de la Santa Inquisición. La vida de Abraham, la toma de Segovia en la lucha de Enrique IV con su hermano el infante Alfonso, su matrimonio con Sara, el nacimiento de sus dos hijos, la llegada de la Inquisición a Sevilla, a Toledo, a Segovia, el proceso de Ávila, los primeros pogromos, el edicto de apartamiento y la expulsión final… Dos páginas escritas con tinta roja (metáfora cruel) y ya es otro libro: la pérdida de la autenticidad, el silencio, el miedo, la quema de libros, la prohibición de escribir. El relato se cierra dando respuesta a una última pregunta: ¿por qué escribo?

 

  1. Valoración.

 

Construido sobre el tópico del manuscrito encontrado, el relato es una queja por el sufrimiento de los humildes y un canto a la tolerancia. Está lleno de imágenes que dan colorido a un lenguaje sobrio que huye de los excesos, pero que sin embargo logra momentos de gran patetismo con una melancolía de fondo que recorre el relato de cabo a rabo; hay que destacar el formidable trabajo que ha hecho el autor para restituir la forma de hablar del siglo XV, creo que con gran éxito; y hasta la novela está puntuada según los criterios de la época: dividida en cuatro partes que se dividen, a su vez, en sesenta y dos “tratados” (así se llaman, como en el Lazarillo, cada uno con un título que aparece, a la manera de los clásicos, en ablativo: “De mis nombres”, “Del auto de fe”, “De los espejos”, “De la nieve”…) “¿Por qué escribo a la luz de un candil?”, se pregunta el protagonista: “para afirmar la justificación última de mi oficio”, que no puede ser otra que “defender la causa del pobre y menesteroso”.

  1. Entretenimiento.

          La obra se lee sola y no deja en ningún momento tiempo para aburrirse; y sin embargo no es una novela de intriga de esas que lo mantienen a uno en vilo esperando el desenlace… No; podemos conocer el final desde el principio y eso no le quitaría al relato ni un ápice de su interés.

 

  1. Exigencia.

Estamos ante un relato que no requiere ningún exceso de atención para comprenderlo; su lectura es relajada y sin embargo no naufraga en ningún momento en la superficialidad: ésta es su mejor tarjeta de visita.

 

  1. Instrucción.

Al término de la lectura uno no es el mismo que al principio: señal de que hemos aprendido cosas sobre el siglo XV, sobre la relación entre sociedad y política, sobre la religión y la tolerancia… Continuamente nos incita a reflexionar. Es difícil “defender aquello en lo que no se cree”; hay que estar atentos al “monstruo que la gente ruin lleva dentro”; “Cristo dice verdades que yo creía antes de creer en él”; “luchan quienes necesitan ganarse el pan a dentelladas” y “no contradigo a nadie hasta que no oigo sus razones”, y esto es sólo un botón de muestra: la lectura del libro está cuajada de reflexiones así.

  1. Recomendación.

Si bien puede gustar a alumnos de 3º y 4º de la E.S.O., debe tratarse de alumnos acostumbrados ya a leer las cosas con paciencia; para extraerle todo el jugo al relato será mejor acercarse a él desde el bachillerato (y aun así, hay bachilleres impacientes que necesitan continuamente de ganchos dinámicos que los agarren a la lectura, insensibles al gancho mismo del pensar). Como dice Abraham de Cárdaba, “creo únicamente en lo que ven mis ojos, lo que se ordena en mi cabeza y lo que siente mi corazón. Y no siempre”.

 

Mariano Fuente Blanco. Últimos días de Adonay en la ciudad menguante. Segovia, Derviche, 2019. 228 páginas, tapa blanda, 14’50 euros.

 

AUTOR: Mariano Martín Isabel, profesor del departamento de filosofía.

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II JORNADAS SOBRE ANDRÉS LAGUNA

 

MAYO-JUNIO DE 2019 

Junio de 2019: desde el mes de mayo se están desarrollando las segundas jornadas sobre Andrés Laguna. El programa era el siguiente:

 

  1. Actividades permanentes:
  • Blog del instituto. Tema del mes: Andrés Laguna, un hombre del Renacimiento.
  • Libros básicos que hay que conocer sobre Andrés Laguna. Exposición en un armario a la entrada del instituto.
  • Audioserie: La sombra del campanario. Grabación y montaje realizado por profesores y alumnos.
  1. Actividades puntuales:
  • Mesa redonda: Andrés Laguna, entre las ciencias y las letras. En la biblioteca del instituto.
  • Presentación de trabajos: ética y literatura; audioserie. En la biblioteca del instituto.

 

Cuando las jornadas estaban lanzadas apareció un nutrido grupo de personas que habían sido antiguos alumnos, hace exactamente cincuenta años. Hoy son personas responsables, profesores, médicos, arquitectos, físicos, matemáticos, cantantes, ingenieros… Ayer eran adolescentes que intentaban hacerse respetar. Recorrieron las dependencias del instituto recordando viejos tiempos, y después se reunieron en la biblioteca. Los acogimos con los brazos abiertos y nos pareció que esta actividad, que nos había sorprendido a última hora, encajaba perfectamente con estas jornadas. Y les brindamos calurosamente estas emocionadas palabras:

DISCURSO DE BIENVENIDA A LOS ANTIGUOS ALUMNOS DEL INSTITUTO ANDRÉS LAGUNA DE SEGOVIA

 

Dicen que la reencarnación se produce cada vez que un alma se pasea por varios cuerpos: el alma de nuestro instituto se encarnó primero en la plazuela del conde Cheste, en 1845, donde se llamó Casa de Segovia; luego se trasladó al patronato de Ochoa Ondátegui, en 1869, y allí se acabó llamando instituto Mariano Quintanilla; y por último se instaló, en 1963, en la calle Conde Sepúlveda, donde tomó el cuerpo y el nombre de Andrés Laguna.

Como cuenta Platón en uno de sus mitos, un día se separó su parte masculina de su parte femenina: la parte masculina tomó la forma de Andrés Laguna, y la femenina la tomó de Mariano Quintanilla, que era por aquel entonces el instituto femenino de Segovia. Este recinto en el que estamos hoy es el hermano mayor de aquel primer instituto, como cuando una célula primitiva se divide por bipartición ; las células hijas, a su vez, se fueron partiendo en otros trozos, que son los distintos institutos que hay actualmente en Segovia.

            Vosotros habéis estudiado en este instituto, y ahora venís a reconocer los lugares por los que habéis pasado; a través de ellos buscáis también los espejos donde podréis miraros vosotros mismos. Nosotros también queremos saber quiénes somos y por eso, desde hace un año, hemos empezado a celebrar el día de Andrés Laguna. ¿Quién fue Andrés Laguna?

Fue un médico. Y como médico, se sintió en la obligación de poner límites empíricos a lo que decían sus maestros; si Galeno decía que el hígado tenía cinco lóbulos y él, al diseccionar un hígado, sólo había visto tres, se entregó en cuerpo y alma a la experiencia, de ninguna manera a la autoridad de Galeno; y si le decían que había que sangrar al enfermo y él veía que las sangrías lo debilitaban, siempre se esforzaba en curar mucho y sangrar menos.  Eso era ser médico de verdad.

Andrés Laguna era humanista. Esto significaba tres cosas: primero, que prefería el original a la copia; segundo, que tampoco se fiaba del original; y tercero, que había que reírse mucho y estar un poco loco. En aquel tiempo se practicaba la curación por las plantas; el gran libro de farmacia lo había escrito Dioscórides, que fue un médico que acompañaba a las legiones romanas por toda Europa catalogando todas las plantas que se encontraba. El Dioscórides había sido traducido al castellano pero Laguna no se fiaba de esas traducciones: así que buscó el texto original (que estaba escrito en griego) y lo volvió a traducir; entonces quiso saber si de verdad existían las plantas de las que había hablado Dioscórides, y empezó a viajar por toda Europa para comprobarlo.

Por eso Andrés Laguna era viajero. Recorrió hasta el cansancio toda la geografía europea y llegó a decir que había matado más caballos viajando que sangrado enfermos cuando los curaba.

Fue un ilustrado avant la lettre; por eso se fiaba sólo de la observación, que lo mantenía atado a la realidad, y de la razón, que le permitía llegar adonde no llegaban sus ojos. Por eso se empeñó en combatir el prejuicio y la superstición: y frente a la Inquisición, siempre sostuvo que era falso que existieran las brujas; y frente a la creencia popular, también sostuvo que el frenesí en el que se embarcaban las llamadas brujas no tenía nada que ver con el diablo, sino con el efecto alucinógeno de las drogas que tomaban. Cuenta en uno de sus relatos que unos brujos hicieron en una olla un ungüento verde mezclando cicuta, solano, mandrágora y beleño; con un bote de aquella mixtura mandó untar a una mujer de pies a cabeza, y la mujer abrió los ojos como un conejo (toda ella parecía una liebre cocida); entonces le dio un sopor que duró muchas horas, y cuando despertó le dijo al marido: “tacaño; has de saber que te he puesto el cuerno, y con un galán más mozo y más estirado que tú”; desde aquel día toda la gente quería que la untaran con aquella mixtura.

Andrés Laguna fue un hombre europeo; y más que europeo, europeísta; en Colonia defendió la unidad de Europa frente al enemigo común, que en aquel momento eran los turcos; y sostuvo que Europa corría el riesgo de desaparecer, no porque el enemigo fuera fuerte (que sí lo era), sino porque ella misma, la propia Europa, estaba dividida; por eso su discurso en defensa de la unidad europea se titula precisamente Europa, que a sí misma se atormenta.

Y si hemos de creer a Marcel Bataillon, que atribuye a Laguna la autoría de una novela picaresca (el Viaje de Turquía), Laguna también sería el apóstol de la tolerancia; pues nos viene a decir que a los enemigos, en lugar de combatirlos (aunque a veces haya que combatirlos también), lo que hay que hacer sobre todo es conocerlos; conocerlos y comprenderlos; y que Turquía no sólo tiene cosas malas, sino también muchas cosas buenas; como el kefir, esa especie de leche agria tan buena para el estómago; y el comer muchas naranjas, que las hay en Turquía; y la costumbre de lavarse siempre, en una época en que los cristianos pasaban muchos meses sin cambiarse de ropa. Llegó a decir, como consejo para curar la peste, que no hay nada como la higiene para prevenirla y mantenerla lejos.

Y cómo no, el sentido del humor hizo de Laguna nuestro gran médico humanista. Tradujo a Luciano de Samosata, que en la Tragopodagra parodiaba a la tragedia griega poniendo en escena un hilarante coro de gotosos. Tenía un verbo socarrón y corrosivo que enlazaba con lo más granado del Siglo de Oro. Sólo se me ocurre recordar una escena graciosísima donde un médico cura a un fraile de unas fiebres y a un joven de impotencia; el farmacéutico cambia las recetas por error y nos acabamos encontrando con un fraile empalmado que a duras penas puede ponerle freno a su virilidad; de las fiebres del enamorado, mejor hablamos otro día. Se ríe de todo el mundo: de las mujeres turcas que, según dice, son feas como la noche; del papa, que es de la hechura de una cebolla; y de los enfermos de gota, que sufren como dioses y gritan como mierdas. Uno de sus personajes se llama Pedro de malas artes, Pedro de Urdemalas; y otro que le da la réplica tiene por nombre Mata (abreviatura de Matalascallando). La mejor receta para no pasar frío, cuando no tienes con qué comprarte ropa, es hartarte de ajos crudos y de vino, que es brasero del estómago. En fin, he aquí lo que dice la gota, personificada en el diálogo de Luciano, cuando se entera de que el coro de gotosos la quiere matar:

 

¡Venganza clamaré! Pues me he enterado

de todas las cosas que habéis traído

para matarme: musgos, ortigas,

lentejas, melocotón, zanahorias,

beleño, incienso, sodio,

repollo, ciprés, cagarrutas de cabra!

¡Sapos, ratones, lagartos,

antílopes, hienas, zorros y ranas,

masa de croquetas, puré de garbanzos,

pasas, sanguijuelas y algas de charca!

Con eso me queréis matar:

¡los dioses del Olimpo reclaman venganza!

 

Laguna se sentía segoviano hasta la médula. Todos sus libros los firmaba como Andrés Laguna “Segoviensis”, y ser segoviano era, para él, tener un hogar al que volver después de haber recorrido mundo (mientras que para otros la patria es el lugar al que uno vive atado sin poder salir al mundo). Ser segoviano era para Laguna lo mismo que ser cosmopolita. En eso coincidía con esa otra segoviana ilustre cuyo nombre todos conocemos: María Zambrano.

Este instituto está intentando rescatar las esencias más puras del lagunismo: el lagunismo es investigación, es comprobación, es empeño por ir a los orígenes, que es lo mismo que buscar las fuentes; es ilustración, empirismo, racionalismo, europeísmo, casticismo,  tolerancia y cosmopolitismo; y sobre todo mucho humor. Cada año nuestro instituto dedicará el día de Andrés Laguna a un aspecto del segoviano cosmopolita con cuyo nombre nos identificamos.

Y vosotros, que habéis estado aquí hace algunos años, haced un poco de memoria: ¿os atrevisteis a contradecir alguna vez al profesor? ¿Siempre tuvisteis en la razón el antídoto contra las supersticiones? ¿Tuvisteis en la experiencia el antídoto contra la ignorancia? ¿Habéis viajado? ¿Habéis añorado vuestro hogar sin renegar nunca de aquel día feliz en que os marchabais de él? Y sobre todo ¿habéis reído hasta reventar sacándole punta al tiempo? ¿Haciéndole trastadas a la vida? ¿Habéis sido pícaros? ¿Habéis invertido vuestras hormonas en la formación de tretas, bromas, barrabasadas y trampas, a veces tan pesadas como inocentes, en las largas mañanas del invierno? ¿Habéis combatido la lentitud de los días eternos, en las aulas viejas que intentaban domar, sin éxito, a la fierecilla rebelde que todos teníais dentro? ¿Habéis vivido, como Andrés Laguna, como humanistas y científicos, pero también como Matalascallando y como Pedro de Urdemalas? Si la respuesta es sí, no lo dudéis: es porque habéis estudiado en el instituto Andrés Laguna.

Miércoles, 23 de mayo de 2019, en la biblioteca del instituto.

(Mariano Martín Isabel, profesor de filosofía).

 

 

 

 

 

MESA REDONDA

 

Las primeras jornadas sobre Andrés Laguna, celebradas en el curso 2017-2018, sirvieron para dar a conocer la figura de este ilustre médico. Las segundas jornadas que ahora se celebran tienen como objetivo mostrar que su trayectoria se desenvolvió entre las ciencias y las letras. La mesa redonda que aquí nos congrega reúne a tres personas de horizontes distintos: Ana Gómez Calvo, ginecóloga, médica del hospital general de Segovia; Mariano Martín Isabel, profesor de filosofía de este instituto; y Juan Luis García Hourcade, secretario y académico de San Quirce.

La doctora Gómez habló de la correspondencia entre el lenguaje que empleaba Laguna en el Discurso breve sobre la preservación y cura de la pestilencia y el que emplea la ciencia médica en el mundo actual. Mariano Martín disertó sobre el concepto de educación integral y sobre cómo Andrés Laguna ilustra muy bien esta idea de la educación. Y Juan Luis García Hourcade expuso de qué manera la matemática sólo es áspera en apariencia, pues que transpira belleza por todos sus poros e impregna el arte enigmático y claro del Renacimiento. El posterior debate con el público (abortado por falta de tiempo) debía mostrar hasta qué punto, a través de estos tres universos, la ciencia, las letras, la pedagogía y el arte constituyen una unidad indisoluble. Este debate faltó. Y faltaron también científicos entre el público, pues sólo había en la sala dos médicos (uno de ellos era la propia ponente); y la idea que queríamos traslucir se vio deslucida por sus transmisores, ya que este maridaje entre ciencias y letras, más que un objetivo compartido, parecía más bien una excentricidad de los defensores de las letras: por lo menos si nos atenemos a la invectiva de MacLuhan, de que el medio es el mensaje.

La intervención de Juan Luis García Hourcade fue muy sugestiva. A través de una secuencia bien nutrida de cuadros demostró que las matemáticas no sólo son cálculo: también belleza; desfilaron ante nuestros ojos Pitágoras, Platón, Kepler, los sólidos circunscritos, las armonías de la música, las armonías de las formas, la sorprendente armonía subyacente en la tercera ley de Kepler, las simetrías y los pesos de los volúmenes en la pintura; y lo que era impagable es que algunos de los cuadros que mostró, únicos en el mundo, procedían del monasterio de El Escorial, que tenemos en España, aquí al lado.

A continuación aparecerán algunas de las reflexiones que habrían podido aflorar en nuestra conversación con el público si hubiéramos tenido tiempo. Las tres intervenciones vistas así, desde fuera, pudieran parecer tres hilos sueltos, pero por dentro se trababan en una urdimbre donde se tejía un tapiz perfectamente coordinado: el tapiz, a un tiempo diacrónico y sincrónico, en el que se mostraban los lazos indisolubles entre las ciencias y las letras. Vayamos por partes.

  1. Humanismo y ciencia.

 

  1. Términos actuales desconocidos en la época de Andrés Laguna. Para combatir la peste Laguna aconseja, entre otras cosas, comer naranjas, dormir bien y utilizar romero y laurel; pero no sabe que las cosas agrias son buenas porque contienen vitamina C; que el romero y el laurel lo son porque contienen antibióticos naturales; que el laurel contiene, además, ácido láurico que mejora la circulación; y que el sueño libera hormonas que ayudan a combatir las enfermedades. La medicina del siglo XVI utiliza términos (como “naranjas”, “romero”, “laurel” o “sueño”) que proceden de la observación y la costumbre; pero no puede utilizar aún otros (como “vitamina C”, “antibiótico”, “hormonas” o “ácido láurico”) que se deben a la explicación por medio de fuerzas ocultas, para lo que faltaban instrumentos materiales (microscopio) y teóricos (en este caso la química orgánica). Obsérvese que para combatir el exceso de sueño Laguna aconsejaba sustituir la siesta por la lectura (era un reflejo del marcado espíritu humanista que impregnaba la praxis de nuestro médico).

 

  1. Traducción actual de algunos términos antiguos. El más importante es la sangría, que hoy se llama “drenaje” y a veces se relaciona con la hemocromatosis (exceso de hierro en sangre). La teoría galénica aconsejaba purgar porque la sangre estancada en ciertas partes del cuerpo causaba trastornos en la salud; hoy se hacen drenajes por motivos parecidos, si bien éstos no se relacionan con la teoría de los humores (y tampoco se practican de manera abusiva como un remedio habitual, sino como remedio excepcional en casos que lo requieren).

 

  1. Términos que se utilizaban erróneamente. El aire pestífero era causante de la infección, pero se ignoraba que la respiración nos diera la vida; la vida era causada por un extraño humor, inobservable, al que llamaban “húmedo radical”, y el aire lo único que hacía era refrigerar el excesivo calor que se producía en el corazón. De ese error no salió nunca Laguna, atrapado como estaba en la teoría de Galeno; pero ayudó a evitar otros, contribuyendo a dar nombres correctos a los conceptos para prevenir las confusiones; era frecuente que se nombrara con distintas palabras a las mismas enfermedades, y los médicos, por confusión terminológica, confundían los tratamientos y provocaban a veces la muerte del paciente; Laguna contribuyó a este proceso de clarificación intelectual enriqueciendo nuestro idioma con no menos de ciento setenta términos introducidos por él. El estudio de las palabras no era un entretenimiento humanista que ocupaba al médico en sus ratos de ocio, sino una metodología crucial en el desarrollo mismo de la medicina.

El estudio de las palabras, pues, formaba parte de la ciencia del médico. En cuanto al estudio de los hechos (ya hemos visto que por falta de teorías adecuadas y de instrumentos de observación) la descripción primaba sobre la explicación; se observaba que los enfermos de la peste tenían el rostro cárdeno, pero no se hablaba tanto de los procesos de gangrena en los extremos distales de las extremidades, ni de la múltiples hemorragias que daban lugar a manchas negras sobre la piel.

También se mantenían teorías equivocadas confirmadas por algunos hechos, pero refutadas por muchos otros; por ejemplo, la existencia de espíritus vitales que daban cierto sentido a los humores. Pero en medio de tantos errores los médicos como Laguna contribuyeron a recuperar el sentido común. Al insistir en la necesidad de extremar la higiene y en aislar al  mismo médico, vector de la enfermedad, el siglo XVI nos abrió los ojos sobre algo en lo que los teníamos cerrados todavía en el XIX; pues el doctor Semmelweis, insistiendo en que los médicos se lavasen las manos con algo más que con agua, fue tratado como un loco y separado dramáticamente de la sociedad: hoy, sin embargo, tiene nuestro reconocimiento, y al dárselo se lo damos también a aquellos pioneros que, como Andrés Laguna, pusieron el dedo en la llaga cuando insistieron en la necesidad de combatir con todas nuestras fuerzas la suciedad.

 

  1. Humanismo, ciencia y pedagogía.

 

Lo que llamamos educación debería ser el desarrollo conjugado de al menos cinco aspectos de nuestra vida: se trata de aprender a pensar, utilizar la educación física como factor de equilibrio, una buena educación afectiva y moral que incluya la autonomía personal y la comunicación y relación interpersonal, un buen conocimiento de la naturaleza y la cultura donde estamos y una buena preparación para la vida profesional. Intentaremos demostrar que Laguna tuvo algo que decir en todas estas facetas de nuestra vida; y que su humanismo es partícipe de este esfuerzo por el desarrollo íntegro de la personalidad.

 

         1. Aprender a pensar. El desarrollo de la inteligencia se observa en Andrés Laguna en una doble vertiente: la creatividad y la crítica.

             a) Creatividad. Utiliza analogías heurísticas para explicar por ejemplo, que nuestro humor radical es a nuestro calor, que es la vida, lo que es el aceite de las lámparas a la llama (Discurso… sobre la pestilencia, p. 9 i); de donde se deduce que el humor radical es metáfora de la llama de la vida. Otras analogías son menos acertadas, como ésta que se basa en una falsa subalternación: “si los empastos conservan, embalsamándolos, los cuerpos muertos, también conservan los cuerpos vivos” (o. 30 d); pues se podrían deducir cosas tan peregrinas como que, si para que no se corrompa el cuerpo de los cadáveres hay que extraer las partes blandas como el cerebro, también lo habría que hacer para evitar la corrupción de los cuerpos vivos. Laguna utiliza otra metáfora para justificar una práctica desatinada: pues si prevenir es como cerrar las puertas del castillo y curar es como expulsar a los enemigos que ya han entrado en casa, con ese símil se justifica lo que él llama principio general de la medicina: que para curar hay que doblar la dosis que hemos usado para prevenir (p. 35 d); la ciencia actual no comparte este punto de vista.

Otras imágenes sirven para apuntalar prejuicios, cuando dice, por ejemplo, que “como el gobierno se somete a las leyes, así las causas inferiores de la peste [es decir las causas terrenas] se someten a los cuerpos celestes” (p. 14 i); y si los cuerpos celestes son el gobierno de las causas inferiores, también habría que buscar los remedios de la peste entre los planetas.

 

             b) Razonamiento y crítica. Pero si Laguna acepta, por no pelearse con nadie, los prejuicios de su época, también intenta neutralizarlos con la crítica; en el ejemplo anterior admite que “las influencias de los planetas causan la peste”, pero matiza acto seguido que los influjos de las estrellas inclinan a bien o a mal las causas naturales, pero no las fuerzan o provocan; con lo que a efectos prácticos prima, sobre la aparente credulidad teórica, un escepticismo razonado que utiliza con tino.

También admite, con su época, que “Dios, por nuestros pecados, nos envía pestes, hambres y guerras”, pero aclara acto seguido que no lo hace por sí mismo, sino moviendo las causas inferiores (esto es, por medios naturales: los milagros no existen). Puede tratarse de un escepticismo prudente propio de un incrédulo.

En el libro Vida y obra del doctor Andrés laguna se destacan otros aspectos de su pensamiento libre: como la explicación de la brujería por las alucinaciones que causan las drogas (en lo que es un decidido alegato contra el oscurantismo: pp. 107-108); o alguna reflexión interesante sobre la duda y la crítica (p. 158); o sobre algún atisbo de experimento, como es el caso de lo sucedido con la mujer del verdugo (p. 162); o como su ocurrencia interesante de que no vemos con los ojos, sino con el alma (p. 146).

 

         2. La educación del cuerpo. Los griegos concibieron la educación como una síntesis de música y gimnasia (y por música había que entender el estudio de las ciencias y las artes relacionadas con las musas); los romanos lo tradujeron a su particular versión de “mens sana corpore sano”; si la mente abarca tanto el aprender a pensar como el contenido del pensamiento (es decir la cultura), el cuerpo abarca tanto el cuidado como el desarrollo; cuidado para prepararlo, desarrollo para ejercitarlo.

Laguna era médico; por lo tanto su misión consistía en el cuidado del cuerpo; pero no olvidemos que el cuidado es inseparable del ejercicio, y en Grecia los primeros médicos fueron los entrenadores de los atletas. Y si la mente sana tiene que estar en un cuerpo sano, eso significa que, según intuirá más tarde Gilberto Martín, de lo que se trata es de aprender a pensar desde el cuerpo. Hemos visto que no es el cuerpo el que ve, sino el alma; ahora vemos que el alma piensa siguiendo los dictados del cuerpo; el ojo ve señales, entre esas señales el alma ve cosas, y luego las piensa señalada por el estado físico y anímico del cuerpo.

Todo en Laguna se orienta al cuidado del cuerpo; y lo hace atendiendo a lo que dice el sentido común, que es una mezcla equilibrada de experiencia y crítica. A veces habla de la higiene del sueño; y dice, por ejemplo, que “es muy dañoso el mucho dormir y no menos el velar demasiado” (pp. 45 i-d); lo corriente es velar de día y dormir de noche seis o siete horas. También habla contra la costumbre de fajar los niños y, en general, aconseja vestir ropas no apretadas (p. 30 i) para que puedan transpirar los vapores pestíferos. Y aboga (p. 28 d) por la moderación sexual: “el acceso desordenado a las damas”, dice, “es dañoso (…) porque enciende el cuerpo y debilita mucho las fuerzas” (estamos hablando de la curación de la peste); pero todos los extremos son peligrosos, incluso el no usar del ejercicio venéreo, porque “la simiente genital retenida y represada en las venas (como lo dice en muchos lugares Galeno) viene a se corromper, y a engendrar accidentes gravísimos y semejantes a los de alguna ponzoña bebida” (p. 28 i). Esta idea de moderación en el ejercicio es de origen hipocrático y aristotélico. De Hipócrates arranca así mismo la dependencia entre el pensar y el moverse, pues los mismos humores que determinan el movimiento influyen también en el pensar y en el carácter, en suma: en nuestra misma forma de ser.

 

         3. Sentimientos, autonomía, comunicación y educación ética. Como dice acertadamente Juan Riera, “Laguna acompañó la traducción del griego y los comentarios al Dioscórides con los equivalentes de las voces castellanas al griego, latín, árabe, castellano, catalán, portugués, italiano, francés y alemán (VVAA: Andrés Laguna, un científico español del siglo XVI, Madrid, 2013, Fundación Lilly-Unión Editorial; p. 69): lo que habla por sí solo de la importancia de hablar idiomas; e insiste, tomando la comunicación como punto de partida para la relación interpersonal, en la importancia de la experiencia como complemento de la lectura (p. 88), lo que hace de él un espíritu humanista; Guillermo Folch Jou advierte que “durante su estancia en Metz posiblemente se entendiera en francés, español y latín, pero también hubo de adquirir conocimientos de la lengua germana y desde 1545 hasta 1554 vive en Italia, preferentemente en Roma, y que dominó el italiano es cosa indudable” (VVAA: Vida y obra del doctor Laguna, Salamanca, 1990, Junta de Castilla y León, colección Villalar, p. 25). Es decir que los idiomas no sirven sólo para leer y escribir, sino también para hablar.

Y no sólo habla de las plantas en un lenguaje antropomórfico atribuyéndoles condiciones morales, sino que las propone como recurso para la enseñanza de la ética; la yedra es ambiciosa, el abrótano “carece de ambición y soberbia”, “el pino si se le queman las raíces no torna a nacer”, mientras que la picea sí vuelve a brotar “porque es cuerda y desea vivir” (ibídem, p. 169): así lo destaca Teófilo Hernando contraponiendo ambición y humildad, debilidad y fortaleza, y personificándolas en la figura de las plantas. Tal es su deseo moralizante que le llega a escribir un poema a la parra avisando de los efectos del vino. He aquí un fragmento para que sirva como muestra (ibídem, pp. 331.332):

Noé, gran culpa tuviste

cuando la parra plantaste

tan mañero.

Con ella me destruiste

aunque sus daños probaste

tú el primero.

 

         4. Naturaleza y cultura. Andrés Laguna practica la norma renacentista de saber de visu más que ex auditu: hay primacía de la observación sobre la autoridad, de lo visto frente a lo leído (Andrés Laguna, un científico español del siglo XVI, p. 57); y lo que se ve hay que mostrarlo, con lo que, en un mundo donde no existe la fotografía, Andrés Laguna necesita buscar dibujos de las cosas que ve y, cuando no los encuentra, tiene que dibujarlas él mismo (p. 149). Se interesa por todo: encuentra huesos petrificados y los interpreta acertadamente como fósiles (p. 114), demuestra que las víboras no rompen el cuerpo de la madre al nacer, se enfrenta a las supersticiones de su época, incluye en sus libros cuentos sospechosos de anticlericalismo… (p. 183); Laguna busca dotarse, por encima de todo, de una sólida cultura general.

         5. Preparación para la vida profesional. Si el conocimiento del entorno (natural y cultural) nos obliga a adquirir una buena cultura general, la necesidad de practicar la medicina obliga al médico a especializarse. Hay que saber un poco de todo para que nuestra ida sea interesante: pero también hay que saber mucho de poco para que lo sea nuestro trabajo; y a veces, como lo encontramos en Laguna, el trabajo no puede encerrarse en una especialización estricta porque necesita de muchos otros conocimientos ajenos a la medicina. Las ciencias y las letras son inseparables: el espíritu enciclopedista que late en Laguna es heredero del saber universal que antes hemos encontrado en Leonardo.

Laguna cuida mucho el oficio de médico: destierra a los malos médicos, los que haciendo “`profesión de médicos”, son “ignorantes de la historia medicinal” y se pasean llenos de anillos” (p. 49); y “los dogmáticos”, dice Teófilo Hernando, “que siguen las opiniones tradicionales sin comprobación”; Feijóo “insiste en tales críticas y cita las palabras del propio Laguna” (ibídem, p. 166), antes de que se preocupe por el mismo tema Gregorio Marañón.

Pero aún hay más: todos los médicos, dice Laguna, deberían practicar en un hospital después de terminar la carrera (lo que sería un anticipo del actual MIR): “cierto sería un decreto muy útil y salubérrimo a la República, que ningún médico salido recientemente y fresco de los estudios, pudiese medicar en el Reino, sin primero haberse ensayado seis o siete años en tierras extranjeras y de enemigos, o en algún hospital insigne, haciendo allí del arte medicinal mil pruebas” (así lo dice en el Dioscórides, citado, una vez más, por Teófilo Hernando: ibídem, pp. 171-1732). Hay una entrega casi apostólica, incluido el aislamiento del médico bajo el peligro de la peste, en la concepción laguniana del arte de curar. Sin hablar de la práctica de disecciones (p. 130) o las aportaciones a la medicina que el propio Laguna protagonizó (p. 10).

 

3. Reflexiones para concluir.

 

Como nos recuerda Luis Sánchez Granjel, hubo durante el reinado de Carlos I un primer Renacimiento, crítico, libre y abierto, “sin reservas, a los influjos europeos” (fundamentalmente Erasmo y Luis Vives), y un segundo Renacimiento, con Felipe II encerrado en la ortodoxia y el control de la fe; la libertad de pensamiento que florece en el primero se convierte en represión en el segundo (Fundación Lilly, p. 9).

Andrés Laguna pertenece al primero. Es un humanista que traduce y comenta los textos, pero también un observador que no siempre comprueba las consecuencias de lo que observa (Fundación Lilly, p. 23); y a pesar de que su carácter adoleció quizá de cierta altivez, aborrece las guerras y censura los excesos de la religión, mostrando, con ello, un espíritu no solamente humanista, sino sobre todo humano y compasivo (pp. 21-22). Por eso no se contenta con proponer remedios contra la peste, sino también, pensando en los pobres, propone remedios baratos (Discurso… contra la peste, p. 21 d), con tomillo, agua ardiente y hojas de parra.

En el Discurso breve sobre la preservación y cura de la pestilencia apunta la necesidad de utilizar el humanismo como un instrumento científico para el médico, no sólo como un complemento que humaniza la ciencia; y en el Dioscórides se muestra ya cómo funciona este método, en la medida en que la observación es insuficiente separada de las palabras con las que nombramos lo observado. Todo médico debe ser:

 

  1. a) Científico para no dudar de que los hechos abonan la teoría.
  2. b) Humanista para no errar nombrando equivocadamente los fenómenos observados y los hechos.
  3. c) Humano para cuidar con amor al paciente y atenerse a los principios éticos contenidos en el juramento hipocrático.

 

Andrés Laguna, como buen médico, reúne los cinco ingredientes que debe tener nuestra personalidad: piensa y experimenta como científico; posee una cultura que le permite adaptarse al mundo y eso hace de él un humanista en su dimensión enciclopédica; y siente, comunica y valora la vida que se despliega en su quehacer, y en sus relaciones interpersonales. Ortega y Gasset nos alertó contra la barbarie del especialismo, porque todos los oficios son islotes flotantes en un mar de cultura general; no tiene sentido alejar a las humanidades de la universidad, como propone Snow; ni tampoco expulsar a las ciencias hacia las escuelas politécnicas, reservando las humanidades solamente para la universidad; las dos soluciones son extremas, y ya hemos visto que Laguna huye siempre de todos los extremos (Andrés Laguna, humanista y médico: p. 258).

Juan Luis García Hourcade nos recuerda, parafraseando un programa de televisión, que la elección no está entre las ciencias y las letras, sino entre las cifras y las letras; las humanidades también son ciencias, pero ciencias humanas; la verdadera distinción estaría entre las cifras, más propias de las ciencias de la naturaleza, y las letras, más propias de las ciencias humanas; aunque, con la generalización de la matemática a los modernos reductos de la lingüística, también esta frontera tiende a difuminarse.

 

 

 

LA ENSEÑANZA DE LA ÉTICA

 

En tiempos de los griegos la ética se aprendía con Homero, con los trágicos, con Esopo; en la Edad Media era con los cuentos, con el púlpito, Calila e Dimna, el infante don Juan Manuel; y en el siglo pasado todavía se aprendía en las veladas de invierno al amor del fuego, con los cuentos de Calleja, con el relato de los personajes históricos y legendarios; así, se hablaba de Guzmán el bueno, del huevo de Colón y de la fidelidad del Cid.

Ahora aprendemos ética a través de las teorías; nos hablan del intelectualismo, de los estoicos, del emotivismo, del derecho natural; aprendemos las éticas formales, no siempre las sabemos distinguir de las materiales, y nos cuentan lo que es la empatía, la resiliencia y la asertividad; desde luego son cosas menos emocionantes que las viejas historias, no nos entusiasmamos mucho, y ocurre que a veces las estudiamos sin aprender. Entonces nos vienen fantasmas a la cabeza: ¿por qué no volvemos a las historias, a los refranes, a las fábulas, a los cuentos y chascarrillos, a los chistes, a las cosas que nos enseñan y al mismo tiempo nos saben entretener?

No es una mala idea. Siempre que se completen, por supuesto, con las teorías que nos aburren cuando están solas pero que iluminan las historias si se cuentan sabiamente, como si fueran las guindas de un pastel. Alasdair MacIntyre es un filósofo escocés preocupado por la enseñanza de la moral: para ello se vuelve espontáneamente hacia el mundo griego. Los griegos entendían por virtud el dominio o destreza en el manejo de las cosas; así, de quien sabe tocar muy bien el piano decimos que es un virtuoso del piano; de quien nos exaspera con facilidad decimos que tiene la virtud de sacarnos de quicio; de quien sabe muy bien jugar al fútbol decimos que es un virtuoso del fútbol. Hoy, sin embargo, esta palabra envejecida ha caído en desuso y ya no decimos que fulanito es un virtuoso del fútbol, sino que es un crack; a un buen matemático no le llamamos virtuoso de las matemáticas, decimos que es un hacha; y en general, en lugar de que somos virtuosos en tal o cual cosa decimos que somos buenos, diestros, hábiles… expertos.

Mac Intyre dice que en la virtud hay tres ingredientes principales: las prácticas, las narraciones y las tradiciones.

 

  1. Práctica. La virtud es una cualidad humana adquirida con el esfuerzo, la práctica, el entrenamiento; no es asunto privado, sino que forma parte de la comunidad. Y no es algo con lo que se nace, sino que se adquiere con perseverancia y con esfuerzo.

 

  1. Narración. Hoy no podemos realizar las virtudes porque hemos fragmentado nuestra vida. La vida es un todo, un conjunto, una unidad que les da a las virtudes su sentido; sin embargo nosotros la hemos parcelado, igual que hacemos en la escuela: aprendemos literatura, arte, política y filosofía por separado, sin relacionar. La unidad de nuestra vida se encuentra en la narración, que enlaza el nacimiento (o comienzo) y la vida (o desarrollo) con la muerte (que es el fin). La reina Isabel habría pasado a la historia como gran defensora de los judíos si hubiera muerto antes; pero vivió más tiempo y su vida cambió, y pasó a la historia como la reina que los expulsó. El sentido de su vida se encuentra en las cosas que hizo mientras vivía, en su historia completa está la unidad de su vida.

Contar historias es parte de la educación moral. Aprendo de lo que les pasó a Hércules, a Ulises, a Edipo o a Aquiles y saco enseñanzas de ellos; sé que Hércules era impaciente y por eso fue castigado, que Ulises era astuto y por eso ganó la guerra de Troya, que Edipo quiso escapar al destino y no lo consiguió, y que  Aquiles estuvo a punto de perder la guerra por culpa del estallido de cólera que lo enfrentó a Agamenón.

  1. ¿Quién soy yo? Soy mi narración, soy el resultado de mi propia historia. El Real Madrid tiene fama de perseverante porque en aquella final en la que iba perdiendo no se rindió, y marcó un gol en el descuento. Y ganó la champions en el final. Si nos hubiéramos ido del estadio cinco minutos antes del final nos habríamos hecho un juicio muy diferente de él.
  2. Pero también soy parte de la historia de los otros. No puedo hacer las cosas como si estuviera solo porque con mis actos, aunque no quiera, hago felices o desgraciados a quienes viven conmigo.

Por lo tanto una vida es la historia de una búsqueda. Vivir es andar por el mundo buscando lo que necesitamos para ser felices, y andar también, necesariamente, siempre buscándome a mí mismo.

 

  1. Tradición. Las virtudes se desarrollan en el seno de nuestra comunidad, y toda comunidad tiene sus tradiciones (las tradiciones son el conjunto de costumbres que han sido adoptadas socialmente). Tal persona vive en un país donde las mujeres no pueden ir solas por la calle, tal otra en un país donde no existe la educación gratuita, tal otra donde existe la corrida de toros, tal otra está en un mundo y una época donde la sociedad se preocupa por la igualdad de oportunidades… Una tradición es una argumentación desenvuelta en el tiempo a través de conflictos, y por lo tanto contiene al menos tres ingredientes:
  2. a) Una argumentación: las tradiciones siempre son una forma de pensar, de razonar, de valorar, de elegir.
  3. b) Una historia: la aventura de una búsqueda a través de las distintas pruebas por las que vamos pasando.
  4. c) Una crítica moral: las tradiciones tienen que vivirse de manera crítica, juzgándolas desde el punto de vista de la humanidad, que es el horizonte general de todas las tradiciones. Las buenas prácticas, las buenas historias, el pensamiento y la crítica son los ingredientes de las virtudes, y las virtudes son los pilares más sólidos que tiene toda tradición; lo que hace fuertes a las tradiciones es el ejercicio de las virtudes y por eso una virtud es una tradición viva.

 

La enseñanza de la moral no puede reducirse a las argumentaciones y las teorías (que es lo que pasa cuando nosotros enseñamos ética); todo eso es necesario, pero hace falta también el sentido narrativo de la vida: hay que contar historias, porque las historias, además de entretenernos, nos enseñan a vivir a través de los ejemplos. ¿Quién conoce de verdad al Cid, a Penélope, al porquero Eumes, a Hamlet, a Otelo o a Salomón?

Por eso (les dije un día a mis alumnos de 4º) os propongo buscar historias llenas de enseñanzas que podamos utilizar para razonar y criticarlas sensatamente; tenemos que hacer una trilla en la moral: aventar las historias de nuestra cultura para separar la paja del grano; aunque haya granos que se queden con la paja y quede algo de paja en los granos que hemos cosechado.

Vamos a ponernos manos a la obra. Debéis buscar diez refranes, al menos una fábula, tres citas y una fotografía; encontrar cinco películas que contengan enseñanzas útiles para la ética y algún episodio de televisión; cómo no, tres historias propias de nuestra cultura o de otras culturas diferentes, y al menos un par de casos, reales o imaginarios, entresacados de la vida cotidiana o de alguna otra circunstancia que tenga sus orígenes en la realidad.

Así lo hicieron. Me llevó una labor formidable ordenar todo eso. Me encontré con montañas der papeles cargados der materiales y, tras largas horas de estudio, hice una recopilación completa; por eso este trabajo debe llevar (y llevará) los nombres de los cuarenta alumnos que colaboraron en la acumulación de documentos. Luego los ordené por temas y me salieron varios bloques: los pecados capitales, las virtudes (teologales y cardinales), las principales teorías conocidas y algunos conceptos básicos para la ética; el resto lo agrupé en una carpeta con el genérico nombre de “varios”. La intención era tener una masa de materiales, a los que se unirían los reunidos el año pasado en torno a Andrés Laguna, para disponer de una base de datos y así poder preparar las clases. Voy a poner un ejemplo de eesta nueva forma de trabajar; y al decir “nueva” quiero decir “vieja”, pues es el viejo modo inductivo como se trabajaban estas cosas desde los tiempos inmemoriales. El ejemplo          ue voy a exponer a continuación podría muy bien titularse:

 

                                                          Contra las adversidades

 

Aunque podría titularse también:

 

                                                          La ética de los estoicos

 

Empecemos.

 

“No hay rosa sin espinas”: así dice el refrán. Y hay otro que dice: “con la barriga vacía nadie muestra alegría”. Y otro parecido que es mucho más explícito: “es muy difícil pensar noblemente cuando no se piensa más que para vivir”.

Carlye dijo, en este mismo sentido: “de nada sirve lamentarse de los tiempos que vivimos. Lo único bueno que podemos hacer es mejorarlos”. De eso se trata: los tiempos que vivimos pueden ser adversos, pero si los aprovechamos en lugar de lamentarnos, podremos convertir en petróleo lo que antes nos parecía tierra sucia; porque “en las adversidades sale a la luz la virtud”, ya que “la dificultad aviva el ingenio”. Hay que recordar las palabras de Rudyard Kipling:

 

Si en la lucha el destino te derriba,

si tu sonrisa es ansia satisfecha,

si hay faena excesiva y vil cosecha,

si a tu caudal se contraponen diques,

date una tregua ¡pero no claudiques!

 

Hay un hermoso poema escrito por José Agustí Goytisolo; está lleno de enseñanzas. Paco Ibáñez le ha puesto música. Escuchemos:

 

Tú no puedes volver atrás

porque la vida ya te empuja…

 

Y es que, como dice el refrán, “hasta morir todo es vida” y por eso tenemos la obligación de poner “al mal tiempo buena cara”. Las adversidades nos pueden vencer, pero también las podemos vencer nosotros a ellas; todo depende de la cara que les pongamos (y quien dice “cara” dice “espíritu”, dice “ganas”). Hay un cuento que lo ilustra muy bien. Os lo voy a contar; se titula: “zanahoria, huevo o café”. Dice así:

 

Había una joven llena de desánimo. Su madre, viéndola abatida, le contó un cuento: “echa en una olla con agua una zanahoria, un huevo y un grano de café; hiérvelos; al rato verás que la zanahoria se ha puesto blanda, el huevo se ha puesto duro y el agua sabe a café; la zanahoria y el huevo se han dejado influir por el fuego, pero sólo el grano ha influido en el agua; en vez de quedar marcado por el entorno, el grano ha dejado en él su marca: ahora el agua sabe a café”. Si, en lugar de rendirte, resistes, tú no serás producto de lo que hayan hecho de ti, sino que serás tú quien modifique a su antojo las adversidades.

 

Así lo decía, sin desfallecer nunca, el poeta británico William Henley:

 

Más allá de la noche que me cubre

negra como el abismo insondable,

doy gracias a los dioses, si es que existen,

por mi alma invicta.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca me he lamentado ni he pestañeado.

Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.

(…)

Soy el amo de mi destino:

soy el capitán de mi alma.

 

Este poema lo llevaba siempre consigo Nelson Mandela. Después de pasar veinte años en la cárcel, cuando le vencía el desánimo y sentía que le fallaban las fuerzas, lo leía como quien toma una medicina para recuperarse. Podría rodearlo el apartheid, la lucha de los negros contra los blancos, la presencia permanente de las injusticias, la necesidad de resistir:

“Yo soy yo y mi circunstancia”, decía Ortega y Gasset; a veces las circunstancias que nos rodean no son las mejores y no somos nosotros los que las hemos elegido: hay que apechugar con ellas, no podemos cambiarlas, es pura resignación. Pero la frase de Ortega conviene citarla completa: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”; da igual lo adverso que sea el mundo que me rodea, aunque a veces llegue incluso a asfixiarme; si aceptamos el reto, podremos luchar para modificar las circunstancias a nuestro antojo, como hacía el grano de café: que, herido por el color del agua, derramaba en el agua toda su esencia de café. Nelson Mandela vivió agredido por una circunstancia adversa, pero, lejos de tragarla como tragamos el agua cuando nos estamos ahogando, la llenó con su presencia vigorosa y la doblegó. Vivir no es darle la espalda a la realidad, sino enfrentarse a ella para poder con ella, y de esta manera cambiarla.

No siempre vamos a poder cambiar las cosas, pero sí podremos elegir las mejores alternativas cuando las alternativas son malas; las elecciones, a veces, son dramáticas, incluso trágicas; ahí están, para comprobarlo, películas como La decisión de Sophie; pero aun cuando nos tengamos que manchar las manos, que sea siempre porque el mundo está sucio, no porque lo hayamos manchado nosotros; así podremos decir, como dice el refrán: “quien hace lo que puede hace lo que debe”.

Estos ingredientes también los encontramos en la ética de los estoicos. Decía Epicteto que si la solución de nuestros problemas está en nuestras manos, tenemos que luchar; pero si no depende de nosotros no nos queda más remedio que resignarnos. Resignarse es aceptar el mundo como es y luchar es cambiarlo, pero no se pueden cambiar las cosas solas si nosotros no las hemos empujado; y para empujarlas lo primero tendrá que ser aceptarlas. Un estoicismo bien entendido no es pasividad resignada, sino aceptación activa; yo acepto que las patatas no crecen de un día para otro y, partiendo de ahí, las siembro (sembrar es lanzar un reto) y espero a que crezcan; pero es espera debe ser activa, regando la tierra, ararla primero, estar atento a la climatología y no desfallecer por una granizada, y mucho menos rendirse. Adoptar los ritmos de la naturaleza es luchar, pero forzarlos es impaciencia; y la impaciencia destruye lo que puede construir un trabajo esforzado y paciente. Una dosis de cocaína te da las fuerzas que necesitas hoy pero te quita las que necesitarás mañana; y a la larga, te mata.

Comparémoslo con este proverbio chino (que habla de resignación pero no de lucha): “si tu problema tiene solución, ¿por qué te preocupas? Y si no la tiene, ¿por qué te preocupas?” Está claro que no es eso lo que pretendía el estoicismo. La figura de Andrés Laguna nos aporta el antídoto de la lucha como forma de vida y supervivencia: los pícaros aguzan el ingenio para sobrevivir, pero los científicos lo hacen para vivir con plenitud, alejándose de los planteamientos mediocres; porque la lucha contra las supersticiones, la lógica contra la creencia en las brujas, la experiencia y la razón y la crítica contra el oscurantismo, es su forma de luchar contra las circunstancias.

 

 

LAS ONDAS DE LA LAGUNA

 

Las ondas de la laguna es la historia de una aventura científica. Narra cómo se enfrentó Andrés Laguna a su época, que estaba marcada, para un médico, por una disyuntiva: dedicarse con éxito a la anatomía superficial o fracasar en la exploración de la medicina interna; lo primero lo hizo Vesalio, pero él se enfrentó a lo segundo: de ahí su necesario fracaso, que es, no lo olvidemos, no el fracaso de una persona, sino el de una época; donde no hay microscopio, ni química ni microbiología ni teoría celular, no es posible avanzar por una senda estrecha; Paracelso lo intentó, con notable riesgo, y fue pionero en una metaloterapia que le hizo pasar por loco, porque los tiempos no estaban preparados para semejantes aventuras. Es, por lo tanto, la historia de Andrés Laguna, más que un relato, un drama científico.

Laguna corrigió a Galeno dando tímidos pasos en la observación y dando por buena la pretensión de sus contemporáneos de alcanzar un saber de visu en lugar de un saber ex auditu; y, haciendo camino al andar, se empeñó en ver las cosas por sí mismo en lugar de saberlas de oídas; no obstante permaneció fiel a Galeno; pero quiso traducir el Dioscórides (el único libro de farmacia que se conocía) para que los médicos hispanos tuvieran una biblia donde estudiar la materia médica: entonces se deslizó por el camino del humanismo.

Las ondas de la laguna narra la historia de Andrés Laguna desde su nacimiento, sobrevolando en Segovia sus años de mocedad, llevándolo a París donde estudia medicina, a Metz donde tiene que curar a los enfermos de la peste, a Colonia donde pronuncia su Discurso de Europa, a Italia en su persecución de las huellas de Dioscórides, y, finalmente, al interior de sí mismo: allí se consuma el drama; su mente es como una laguna donde las ondas superficiales, las que más se ven, son las que menos le interesan; a él le llaman la atención esas ondas que son provocadas por las burbujas interiores, metáfora perfecta de la ciencia empeñada en ir al fondo de las cuestiones.

Tres son las metáforas que surcan la vida de Laguna: el vellocino de oro como símbolo de la batalla perdida que le ganará Paracelso; las sombras del campanario como presencia inquietante de las persecuciones religiosas; y los brazos del candelabro como recuerdo de sus orígenes judíos donde no le interesa la ortodoxia: de los siete que tiene a él, Andrés Laguna, sólo le interesará el de la ciencia; las ondas de la laguna subyacen a todas esas metáforas como obsesión que le lleva al escepticismo dudando de la autoridad, aunque sin rechazarla, en lucha permanente contra el oscurantismo, dándole una mano a la razón y otra a la observación, como única forma de desbrozar ese camino de zarzas que abrirá paso a la ciencia.

Tres fueron los métodos de trabajo que practicó a lo largo de su vida: la disección (y por lo tanto la observación) en sus tiempos jóvenes; la traducción (sin separarla nunca de la observación) durante su madurez; y el viaje, que lo traspasa todo, a lo largo de su vida. Andrés Laguna viajó mucho porque era un médico humanista, sí: pero también, bajo la amenaza oscura de la Inquisición, porque, como judío converso que era, era también un judío errante.

 

Naciste en la calle del Sol, en una hermosa casa; éramos vecinos de la familia Coronel. Naciste en la judería de Segovia, hijo mío, en 1511, hace ahora cuarenta y ocho años. Te llamabas Andrés Fernández Velázquez Laguna, pero a ti te gustaba que te llamasen Andrés Laguna: simplemente.

 

Y su madre. Que se acerca a su lecho de muerte con las visiones que le lleva la muerte (ondas de superficie emanadas de burbujas interiores), le recuerda también:

 

            Y luego los Reyes Católicos. Y el decreto que ordenaba destruir todas las juderías de España. Y un incesante viajar, viajar por las aguas revueltas de esa laguna: ésa con la que tú sueñas, Andrés. Nosotros nos convertimos al cristianismo para poder seguir viviendo en nuestra casa; pero dentro de nosotros, en las entrañas de ese lago, se grabó para siempre un destino errante. Éramos castellanos nuevos y nuestra sangre estaba mancillada.

 

Para proclamar con dolor desde lo más hondo de sí misma:

 

            Sobre nosotros velaba, fervoroso, el terrible tribunal de la Santa Inquisición. De poco servía ya que fuéramos conversos: había que estar dispuestos en cualquier momento para partir, si hacía falta.

 

Sobre las mentes iba, por las ciudades, la figura inútil, pero necesaria, y por eso vilipendiada, del médico:

 

            Pues lo que yo digo: ser médico es más fácil que cardar la lana. Tuve un día que fingir que lo era para salvar el pellejo y en tres meses casi supe todo lo que tenía que saber del oficio de los médicos.

 

En París, Laguna se encuentra con Andrea Vesalio. Juntos desarrollan un diálogo sobre la ciencia. En él se plantea, con la necesidad de transgredir, el culto a lo viejo que aflora, de la mano de Galeno, como una sombra tranquilizadora que viene de los maestros.

 

            Andrés, tú no tuviste empacho en decir que el hígado tiene tres lóbulos y no cinco, aunque lo dijera Galeno: ¡observación, antes que erudición! ¡Disección, antes que tradición! Y crítica antes que autoridad: que la razón es la única que puede corregir lo que vemos.

            Vete al fondo: ¡al fondo, por dios, coge el escalpelo y corta y raja! ¡Destroza la teoría!

 

… le dice Vesalio. Y Laguna le pide cautela, a lo que Vesalio, nuevamente, le contesta:

 

            Pero todo lo nuevo debe hacerse con cuidado. El dique de lo nuevo debe ser construido sin derribar el de lo viejo, ya te lo he dicho; o de lo contrario quedarás expuesto al enemigo si derribas la vieja muralla.

 

Para concluir, con tantas dosis de audacia como de cautela:

 

            ¿Piensas, entonces, que el médico debe caminar a la par con su época?

 

Imaginemos que Vesalio es Claudio; el profesor de música, sí, sí, Claudio San Emeterio. Imaginemos también que la voz de Andrés Laguna es la de un profesor de matemáticas: César Hernando, ¿lo conocéis? Suponed que Justo, Amado y Demetrio fueran pícaros; y José Luis Vecilla el criado de Andrés Laguna. Marta Mayorga dejó de ser profesora de ciencias para ser narradora; Rodrigo Martín les pone música a los diálogos, pero también le presta su voz a Andrés Laguna cuando apenas dejaba de ser niño; su madre, María Fernanda, es también la madre de Andrés laguna, Fernando es Martín, un joven amigo suyo, y Gabriela es esa joven, apenas niña, que paseaba con él por el Tejadilla. Hay que añadirle más voces al relato, pero por el momento es una docena larga de voces que, desde la latitud de los tiempos de descanso dedicados al trabajo, hace crecer la hierba: la hierba, sí, pero esa que no crecería sola si no hubiera alguien que la estuviera regando; porque son tiempos de secano.

Con todos estos mimbres ¿qué cesto trenzaremos? Una audioserie. Las audiosderies son herederas de los antiguos seriales radiofónicos, relatos dialogados, pero vistos bajo otro prisma, quizá menos plano, más poliédrico. Las audioseries son un subgénero que acaba apenas de nacer. Las ondas de la laguna tendrá seis capítulos de veinte minutos de duración cada uno; se le añadirá un séptimo archivo con la presentación del autor y todo ello, metido en una carpeta, se subirá a la web del instituto y quedará como enlace permanente; a él tendrán acceso quienes deseen conocer algo de la vida del médico que le da nombre al instituto.

¡Ah!, buenas noticias. Carmen se ha reincorporado ya al instituto. En ella tendremos, desde septiembre, a una directora que buscará coordinar nuestras voces en la dicción y en las cepas donde se superponen los registros. En septiembre empezaremos los ensayos, proseguirá la grabación y, si todo va bien tendremos ya, para diciembre, el montaje definitivo.

 

 

 

 

 

 

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TEMA DEL MES: MAYO Y JUNIO

 

ANDRÉS LAGUNA, ENTRE LAS CIENCIAS Y LAS LETRAS

            Un científico es alguien que observa las cosas, las analiza y clasifica, las intenta explicar, procura extraer consecuencias de los fenómenos y de las ideas y luego compara las ideas con la realidad, contrastándolas. El Renacimiento es un caldo de cultivo en el que creció la ciencia.

Un humanista es alguien que lee mucho y comenta sus lecturas, viaja con los ojos abiertos para empaparse de lo que pasa por el mundo, aprende de todo y ensancha su cultura; la cultura es el conocimiento crítico de las cosas: si no hay crítica ya no es cultura, sólo es tradición.

            Hay una cultura científica que tiene cada especialista en su terreno; el médico sabe mucho de medicina, el historiador conoce bien el pasado, el músico sabe mucho de música… Pero si, aparte de aquello en lo que cada uno se ha especializado, poco sabe cada uno de lo que saben los demás, podrán ser excelentes especialistas pero les faltará siempre una cultura general; la cultura general es el conjunto de conocimientos compartidos que hacen que todos tengamos cosas en común de las que poder hablar.

            Hay que saber mucho de algo, pero también conviene saber un poco de todo. Leonardo de Vinci era pintor, inventor, arquitecto, anatomista, botánico, escritor, músico, escultor, filósofo: era verdaderamente un espíritu universal. Lo mismo que sólo con el núcleo no se hace una célula si no tenemos citoplasma, tampoco tenemos buenos especialistas si su ciencia no flota sobre una sólida cultura general.

Andrés Laguna era médico, y como médico sabía mucho del cuerpo humano; pero es que también era una excelente persona y como persona tenía buenos sentimientos y era un gran humanista: lo que quiere decir que escribía bien, hablaba bien, sabía de literatura, de pintura, de estar en el mundo, le gustaba viajar mucho y tenía, como resultado de la combinación de todos esos ingredientes, una buen cultura general.

Fue un médico humanista. Si no sabes mucho acerca de un tema, difícilmente podrás tener un trabajo mínimamente interesante, pero si no sabes un poco de todo difícilmente conseguirás que sea interesante tu vida. Un especialista no es una máquina que funciona apretándole una tecla. La ciencia humanista es el camino, y Laguna es el espejo en el que nos podemos mirar.

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LOS DESAFÍOS DE LA EDUCACIÓN MORAL

 

 

 

TEMA DEL MES:

 

 

Si la moral se ocupaba de las costumbres (lo que los latinos llamaban “mores”), la ética se ocupa (del griego “ethos”) del carácter; curiosamente, la moral ha derivado en costumbrismo y de la misma raíz etimológica de donde viene la ética ha aparecido la etología (que estudia las costumbres de los animales).

El costumbrismo es una corriente literaria; autores como Quevedo, Larra, el anónimo autor del Lazarillo o Mesonero Romanos pintan, cada uno en su época, cuadros de costumbres; también lo hacía, en los lugares que visitaba, Heródoto, que hacía gala no tanto de escritor como de geógrafo. Los escritores, los pintores y hasta los músicos han retratado, en sus recreaciones y sus historias, las costumbres del lugar, la sociedad de su tiempo.

            Pero hay un aspecto de las costumbres que también nos interesa aquí: la capacidad que tienen para cambiar a las personas modulando su forma de ser; así lo sentía Aristóteles cuando veía en la tragedia un instrumento de educación al servicio de la moral. Homero era para los griegos un educador: sus personajes simbolizaban virtudes morales (Ulises era la astucia, Penélope la paciencia, Aquiles la cólera), igual que lo hacía el panteón del Olimpo: en el que Heracles representaba la fuerza moral (más que la fuerza física, aunque también); Ares representaba la guerra, Atenea la inteligencia y las musas las artes y las ciencias (pensemos en Urania, musa de la astronomía; en Clío, diosa de la historia; o en Melpómene, diosa de la tragedia). También Esopo educaba la moral de los jóvenes enseñándoles las fábulas; y Jesucristo lo hacía con sus parábolas

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            Hoy enseñamos la ética con nuestros libros de teoría, tan fríos como aburridos: quizá habría que volver a la literatura para buscar en ella sólidos pilares para la enseñanza de la ética; así lo plantea también un aristotélico de nuestro tiempo, el filósofo escocés MacIntyre.

            ¿Hay que enseñar la ética con los tratados teóricos que usamos en nuestros libros? ¿O es más eficaz recurrir a la pintura, la música, el cine, el arte en general y la literatura? ¿Hay que hacer las dos cosas a la vez? Unos creen que vamos por buen camino y otros suponen que no sirve de nada tanta teoría con la ética. ¿Y tú qué piensas?

 

Pica en la pestaña “comentarios” o en “deja un comentario” para dar tu opinión.

 

 

 

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MARZO DE 2019. TEMA DEL MES

 

 

MARZO DE 2019.

 

TEMA DEL MES:

 

 

            Entramos en el mes de marzo. Aprovechando que el día 8 es el día de la mujer te invitamos a que, durante todo el mes, digas lo que quieras sobre la importancia de la mujer en la literatura, la ciencia, la pintura, la historia, la música… en una palabra: en la cultura. Siempre desde el respeto, por supuesto.

Ha habido mujeres creadoras: escritoras como Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Safo, Emilia Pardo Bazán, Aurora Dupin, las hermanas Brontë, Cecilia Böhl de Faber; filósofas como Simone Weil, Hannah Harendt, Simone de Beauvoir o María Zambrano (que descubrió la razón poética asomándose a la filosofía desde Segovia); pintoras como Frida Kahlo, científicas como las dos Marie Curie e Hipatía de Alejandría (sobre cuya vida fabuló Alejandro Amenábar en la película Ágora),  o músicas como Clara Schumann, muchas de ellas olvidadas, como María Anna Mozart y un largo etcétera.

También han sido mujeres las protagonistas de algunas de las historias más famosas: Madame Bovary, Ana Karenina, Judith, las amazonas de Platón, la pastora Marcela, la joven de la perla o don Gil de las Calzas verdes.

Artistas como Margarita Xirgú, Greta Garbo, Ingrid Bergmann, Isabel Coixet, Pilar Miró o Lola Herrera.

Y mujeres que han jugado un papel importante en la historia, como Clara Campoamor, Juana de Arco, Golda Meir, Margaret Thatcher, Dolores Ibárruri, Federica Montseny, María Magdalena, Isabel la Católica, las mujeres de Zamarramala, Agustina de Aragón o Aspasia de Mileto; Islandia ha sido gobernada por el partido de las mujeres y todavía no deja de ser uno de los países más felices del mundo.

Y sin embargo el mundo, a través del lenguaje, ha ignorado siempre el mundo femenino. Cuando hablamos de los hombres primitivos muy pocos piensan en las mujeres primitivas. Cuando decimos que los celtas eran guerreros no caemos en la cuenta de que sus mujeres no hacían la guerra. Cuando hablamos de la invención de la agricultura muy pocos saben que fue una auténtica revolución de las mujeres. A la mujer se la ha visto como santa (María) o diabólica (Eva), pero nunca, o pocas veces, como un ser de carne y hueso, con sus virtudes y sus defectos. Hasta el lenguaje parece que se confabula contra ellas cuando, para decir que una película es buena, decimos que estaba “de cojones” y, si era mala, que era “un coñazo”; para que luego digan que no hay que revisar el lenguaje desde una perspectiva de género.

Este mes te invitamos a reflexionar sobre el papel de la mujer en la cultura. Entra en el blog de la biblioteca (“lagunadelibros”, tu blog) y escribe tus reflexiones y comentarios; a ver si cuando acabe el mes tenemos una panoplia de ideas interesantes que nos hagan descubrir cosas nuevas, y cosas insólitas que contribuyan a ensanchar nuestro horizonte.

 

CÓMO HACER:

 1º. Pica en “comentarios”: si se despliegan los comentarios que se han hecho hasta la fecha, hazlos desfilar todos y al final aparecerá un cuadro de texto que dice: “deja aquí tu comentario”; (si, por el contrario, aparece directamente un cuadro de texto, escribe en él).

2º. Pon tu nombre al final de tu intervención, en el mismo cuadro de texto o en el apartado reservado para ello (caso de que el blog te lo pida); si no quieres identificarte no es necesario que lo hagas, pero ten en cuenta que las mejores conversaciones se dan entre personas que se conocen.

3º. Dale a “publicar comentario” y no te preocupes si no aparece nada escrito; habrá que esperar un día antes de que tu comentario sea publicado.

 

Feliz mes de marzo.

 

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ENCUENTRO CON ALBERTO MARTÍN

EN EL INSTITUTO ANDRÉS LAGUNA

DE SEGOVIA

 

El día 14 de enero se reunió la tertulia que, una vez al mes, disecciona una obra literaria que previamente sus participantes han leído. Esta vez se trataba de la tercera novela de Alberto Martín: su título, El silencio de Raquel; subgénero, policial; una característica interesante es que está ambientada en Segovia y el lector que se sumerja en sus páginas paseará por la calle Conde Sepúlveda, el colegio Colmenares, el instituto Andrés Laguna, entrará por la plaza mayor, se internará en la plaza de toros y olerá los bollos recién hechos de la panadería Molinga.

A la cita acudieron unas doce personas, lo que supone una afluencia de público superior a la habitual; es una tertulia muy participativa, y, por lo tanto, requiere que se reúna un número pequeño de personas; esta vez el público asistente, motivado por la presencia del autor, ha desbordado más allá de lo esperado; pero, afortunadamente, sin superar esa línea roja por encima de la cual ya no son fructíferos los intercambios.

Todos los participantes le hicieron preguntas, halagados de compartir este momento con él. Alberto Martín ya compartió el año pasado mesa con nosotros, y en aquella ocasión fue para departir sobre su segunda novela (Cuando sopla el viento de levante). Segoviano, profesor de publicidad en la universidad de Valladolid, muy interesado por los temas relacionados con el uso de las nuevas tecnologías, lector empedernido y escritor de novela policial. Las intervenciones del público fueron desgranando uno por uno algunos de los interrogantes que suscitaba la lectura de esta novela.

En primer lugar se le pidió que se situase dentro del panorama de la novela policial, o de la novela negra. Entre los primeros detectives encontramos a Sherlock Holmes de la mano de Mister Watson; haciendo un recorrido por todos ellos desembocamos, con Manuel Vázquez Montalbán, en el detective Carvallo ayudado por Biscuter: todos tienen en común el ser personajes marginales, acaso más bien marginados, escépticos con la ley pero atraídos por la justicia, amantes de desentrañar misterios y de jugar con todas las pistas como buenos semiólogos, desengañados de la sociedad y amargados en su vida; hay cierto orgullo intelectual y mucho deseo de jugar con la lógica en ellos.

Peralta, por el contrario (Peralta es el investigador que desentraña los hilos de la trama en El silencio de Raquel), es un inspector de policía; su ayudante, Marina Goyanes, es oficial, y desfilan junto a ellos jueces, agentes y forenses; los héroes de Alberto están perfectamente integrados en la sociedad, si bien queda un resto de marginalidad que se reivindica a través de la crítica a sus superiores, a quienes ellos ven como ambiciosos, ególatras y apartados de la ética (tal es el caso del comisario Calderón). Parecen hermanos gemelos de Belvilacqua y Chamorro, los detectives que protagonizan las novelas de Lorenzo Silva. ¿Se considera Alberto Martín un hijo, o por lo menos un heredero, de Lorenzo Silva?

La respuesta es no. Alberto ha leído a Lorenzo Silva, pero no tiene conciencia de haberse inspirado en sus personajes para construir los suyos. A través de sus novelas se muestra el lado amable de la policía, denostada por esos antihéroes que son los detectives de antaño, pero sin ser novelas donde haya una línea clara entre los buenos y los malos; los malos pueden ser personas que sufren, que arrastran tras de sí un pasado terrible (recordemos cuando Fernando Savater explica la crueldad de Frankestein argumentando que es malo porque no es feliz); y entre los buenos florecen, como parásitos, expertos en picaresca dispuestos a aprovecharse sin escrúpulos de los méritos de los otros .

¿Cómo ha obtenido Alberto Martín ese conocimiento tan exhaustivo de los métodos de investigación que utiliza la policía? Ha sido bien sencillo: recurriendo a la misma policía. Ha tenido largas conversaciones con inspectores que le han contado los protocolos, los procedimientos, las formas verbales y paraverbales de hacer los interrogatorios, el trabajo con el juez para autorizar los registros, para visionar las cámaras de seguridad que hay en las calles, para cruzar información de las distintas fuentes; ha hablado con los técnicos adecuados para saber cómo hacen las compañías telefónicas para ubicar en todo momento a sus usuarios, se ha informado ampliamente de las jerarquías; y largas conversaciones telefónicas con un médico forense le han puesto al corriente de cómo tenían que ser los informes forenses para utilizarlos en su novela. En alguna ocasión se ha sentido incómodo al temer que sus interlocutores pensaran mal de él, pero su sinceridad se ha impuesto por encima de todo y, terminada la novela, ellos han sido los primeros en leerla; el resultado, aparentemente, les ha agradado y se han sentido halagados por ella.

Pilar, acto seguido, se ha interesado por los retratos psicológicos. En su respuesta Alberto le ha confesado que no se ha documentado con la misma diligencia sobre la psicología de sus personajes que sobre los métodos de investigación; pero, desde luego, el retrato psicológico de algunos de ellos ha seguido las pautas de la lógica y la experiencia, y en ello se ha inspirado en vivencias personales y observaciones puntuales a lo largo de su vida. También en el cine de ciencia ficción. La saga de Star Wars nos proporciona una excelente historia que explica cómo se puede ser buena persona y deslizarse subrepticiamente, sin apenas darse uno cuenta, hacia el lado oscuro de las cosas. Eso es lo que les pasa a sus personajes; que sobrevuelan constantemente la frontera entre el bien y el mal sin que puedan decir a ciencia cierta que han basculado a un lado o a otro de ella (aunque todo el mundo sabe que sus detectives son buenos). La pregunta de Pilar iba también dirigida al manejo de las emociones, para las cuales la lectura de su novela ofrece también algún banco de pruebas. Y le ha agradecido igualmente, después de seguirlo por internet, su posicionamiento claro y decidido a favor de los jóvenes extraviados y de la mujer maltratada.

Porque el problema que subyace como telón de fondo son las redes sociales. No se trata de prescindir de ellas sino de usarlas bien. ¿Por qué algunos de tus personajes se meten inesperadamente en tantos problemas? Por no saber usar sus móviles. Por no asegurar su privacidad en los intercambios. Y por no ser lo suficientemente autocríticos cuando hay alguien que usurpa identidades para conseguir algo. Algunos interlocutores (Margarita, Arancha, Demetrio, Roberto) lanzan en todas direcciones incontables baterías de preguntas. ¿Hasta dónde llega la permisividad con los hijos y los alumnos? ¿Podría utilizarse esta novela como libro de lectura en clase? ¿Es apta para lectores tan jóvenes como los que hay en la ESO? Algunas escenas son duras, y las historias, tan crudas, que quizá pudieran herir la sensibilidad de algunas personas. La respuesta de Alberto es, decididamente, negativa. Él no piensa que su novela contenga episodios de difícil asimilación para los adolescentes; reconoce, desde luego, que en su trabajo con jóvenes de veinte o veintidós años, en la universidad, las reacciones son menos tremebundas y esquemáticas; pero cualquier adolescente, a pesar del chorro de hormonas en que se halla inmerso, tiene capacidad para sentir y comprender todas las problemáticas que eclosionan en su relato.

La conversación oscila entre lo pedagógico y lo literario. Todo el mundo pide la palabra y el tiempo se agota. Cuando nos separamos, porque en algún momento nos tenemos que separar, viene la hora de firmar los libros y hacer fotos. Alberto está dispuesto a volver a nuestra tertulia siempre que le llamamos. Simplemente. Sin pedir nada a cambio. Tiene la seriedad de los viejos y la espontaneidad de los jóvenes, puede hablar al mismo tiempo con rigor en las palabras y relajado en el gesto. Y siempre sazonándolo todo con una sonrisa. Una última pregunta sobre las voces narrativas. Y sobre el estilo. Alberto, ¿utilizas figuras retóricas cuando escribes?

La respuesta es tajante: no me lo propongo. Pero eso no quiere decir que no las utilice. Sé que quiero expresar ideas intensas con palabras ligeras, y las reflexiones que salpican mi narración, en lugar de ser altos en el camino, son parte de la acción: apreciaciones que se hacen a salto de mata, y yo le digo también: pero que quedan. Siembra espontáneamente, en medio de un lenguaje popular, figuras de estilo. A veces son metáforas vulgares. Otras son metáforas poéticas. Cuando le enseño unas cuantas páginas llenas de retórica entresacada de su libro se queda sorprendido: sí sabía que le habían salido algunas, pero no pensaba que tantas. Y así debe ser la literatura: las cosas salen casi sin buscarlas, de manera natural, sin artificios; en un tono sostenido sin ser pedante. Poniéndole un toque de distinción al lenguaje de todos los días.

Mercedes comenta algún efecto que le ha llamado la atención, alguna pista falsa. ¿Cómo puede la acción dilatarse tanto cuando ya parece que todo acaba? Ahí es donde Alberto nos cuenta su secreto. En la primera versión de su novela acudió a la opinión de sus amigos, convirtiéndolos en lectores; y descubrió algunas disfunciones que, sin ser inconsistencias, le quitaban densidad a la obra y mermaban su credibilidad; entonces se obligó a rehacerla por completo (lo que le supuso añadir casi cien páginas más al texto inicial). Un trabajo enorme.

Eso es lo que le decimos. Se lo agradecemos. Esperamos con interés su próxima novela. Nos despedimos con un apretón de manos, nos vamos a tomar una cerveza y se me ocurre dejar aquí, a modo de despedida, algunas de las reflexiones que va dejando, aquí o allá, como hilos sueltos en su novela:

“Goyanes lloró por las dos mujeres, imaginándolas (…) con rostros inventados, los que su mente quiso ponerlas” (p. 157). Así imaginaba también don Quijote a Dulcinea: “píntola como la deseo”.

“El origen [del vídeo] no importaba si el contenido daba para hablar y señalar a alguien” (p. 209).

Sus páginas hablan de un pasado terrible; de un personaje egocéntrico; de la habitación de los horrores; de un loco que se cree cuerdo; de altibajos psicológicos; de cómo la calma puede convertirse en ira, casi sin mediar transición alguna, de la realidad y la apariencia: “toda la ciudad la señalaría con el dedo acusatorio de quienes juzgan a los demás sin mirarse ellos mismos en el espejo” (p. 100).

“Varios cuadros y retratos se repartían por la casa, libres de polvo y cubiertos de nostalgia” (p. 223).

“Era volver a las tinieblas del pasado y reabrir el capítulo de un libro de terror al que al parecer quedaba una segunda parte por escribir” (p. 189).

“Adriana también era una víctima del silencio” (p. 190).

“La realidad llamaba a la puerta” (p. 231); “la rabia de Peralta se podía rozar con la yema de los dedos” (p. 225).

“Lucas Álvarez tiene el perfil abierto y cualquiera puede ver las imágenes. Éste es de los que narra su vida en directo” (p. 183).

En algún momento evoca el inspector “la labor más importante de su trabajo”: “explicar a una familia que nunca más volvería a ver a su ser más querido” (p. 184). Y el villano, para ahondar más en la herida, insiste: “usted se encarga no de evitar muertes, sino de detener a los culpables una vez que el delito ya ha ocurrido” (p. 193). Como si fuera un destino ineluctable no poder evitar los dramas antes de que ocurran.

Goyanes “volvió a la habitación y se quedó mirando fijamente la cuerda que aún colgaba del techo” (p. 226). Goyanes, suspendida en su ensimismamiento en los objetos, como si el pobre personaje fuera absorbido por la historia; la de los otros; la suya propia.

Luego están quienes se aprovechan del trabajo de los otros. Quienes juegan al tute con la justicia. Quienes banalizan la bondad desde el poder, como el comisario jefe: “Calderón siempre tenía la última palabra, la que menos valía” (p. 81); o quienes, como el abogado, pretenden hacer pasar por justicia lo que no es más que picaresca: “abogado, no me toque los cojones” (p. 286).

 

AUTOR: Mariano Martín Isabel, profesor del departamento de filosofía.

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La cultura nos hace más libres

Entrevista con Clara Luquero¿Mi forma de entender la cultura?... Aquello que nos ayuda a ser más reflexivos, más críticos y, por lo tanto, más libres. Y dentro de la cultura, el libro sigue siendo para mí clave, la piedra angular de la cultura occidental. El ser humano tiene unos condicionantes que son los límites espaciales y temporales, el libro nos permite esquivar esos límites porque nos lleva a todas las épocas posibles, reales e imaginarias. Para mí la lectura es un ejercicio de recreación, el autor crea y el lector recrea”.

Esta reflexión la hemos escuchado de boca de la primera dama de la ciudad de Segovia, de su alcaldesa, Clara Luquero.

Nos ha recibido en «la casa de todos«, abierta a sus ciudadanos, pequeños y grandes, portando la única llave de entrada necesaria, el DNI. Cálida acogida, atención personalizada y tiempo sincero para unos alumnos de 4ºESO con ganas de saber.

«Mis géneros favoritos son la poesía, la novela, la ficción principalmente. Antonio Machado, Pablo Neruda y María Zambrano me acompañan en esos escasos espacios libres, debido a las responsabilidades del cargo, que dedico a la relectura. Leo en formato de libro de papel ya que en sí mismo tiene un valor propio. Me encanta entrar en una biblioteca y oler a libro. Aunque no descarto otros formatos ya que si estos medios tecnológicos permiten llevar la lectura a todo el mundo son un instrumento que permite democratizar la lectura.»

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